La gente sin dudas me da mucho miedo. Inflados de sus certezas, hablan en eslóganes que no admiten réplica. Cuando toman la palabra, provocan un murmullo de aceptación entre los oyentes, como un colchón que amortigua las mayores barbaridades. En este país los únicos que viven bien son los inmigrantes, he escuchado a personas sin tara mental aparente. Reciben todas las subvenciones y además respetamos sus creencias. Muy mal no estarán cuando no se vuelven, afirman, a ser posible a voces, que es el idioma universal de los obtusos. Llaman maricones a los homosexuales, sudacas y moros a los extranjeros, y fachas a los que les llevan la contraria. Fingen creer en la igualdad pero tanto ellos como ellas siguen patrones establecidos en época de sus abuelos. Si intentas apelar a su capacidad de raciocinio, descubres que la santa indignación ocupa el lugar donde debería estar su cerebro. No resultan peligrosos si no encuentran su claque, si todo queda en malsano desahogo privado. El problema crece cuando alguien sucumbe a sus cantos de sirena. Qué cómodo resulta obedecer a quienes no dudan, a quienes señalan culpables sin juicio previo u ofrecen soluciones drásticas (cómo les gusta este adjetivo) para todo. Se empieza arengando en los bares o a la salida del colegio, y se acaba tomando el mando de lo que sea. Resultan atrayentes porque parecen entregarse a una causa justa, aunque la alarma salta en cuanto afirman que el fin justifica los medios. Resulta fácil reconocerlos, pero no tanto enfrentarse a ellos. La gente llena de certezas asusta. Quien no deja resquicio a la duda, tampoco deja espacio a la esperanza.