TUtno, olvidándose de la ingente cantidad de perrunillas, turrón y cochinillo, se mira al espejo y no se reconoce en esa figura redonda achatada en su extremo polar en que se ha convertido su cuerpo. Si fuera poeta podría recurrir al ubi sunt, dónde están mis tersuras y mi esbeltez, pero en el caso de que no se tengan veleidades líricas, solo se puede sollozar ante las lorzas, esos pliegues malvados adonde han ido a parar nuestros excesos. Da igual cómo los llamemos, michelines o lorzas, el caso es que están ahí y, como los visitas no deseadas, han venido para quedarse. El lunes empiezo el régimen y el lunes llega, inexorable, con la triste hojita de lechuga, la tortilla francesa y el yogur desnatado, más o menos lo que dan a los moribundos en los hospitales. Y hay que andar, o sea, lo que viene a ser, como dicen ahora, el senderismo.

Dice mi abuelo (al que nunca conocí pero que queda muy bien de recurso estilístico) que lo del senderismo tiene su gracia. Toda la vida deslomándose para tener coche y ahora se desloman andando. Como lo de correr sin rumbo fijo. Antes se corría delante de la Guardia Civil o cuando se tenía prisa. A qué ese trote cochinero si no se va a ningún sitio. Con la de aceitunas que hay que recoger y ahí sí que se suda.

Yo defiendo el antilorzing, tan inglés como el footing. Comer mejor, un poco de deporte, sobre todo sentirse bien con tu propio cuerpo. Y recordar que el mejor ejercicio es mover la cabeza para decir que no ante una fabada, que la única comida que adelgaza es la que se deja en el plato y que no hay ningún régimen que nos permita ponernos a morir de patatera.