No creo en los premios. No es que me oponga a su existencia, sino que suelo relativizar las biografías plagadas de galardones. A veces se condecora a un sanguinario por su aportación a la paz y se eleva a los altares literarios a contertulios televisivos incapaces de articular tres frases. Pero de vez en cuando uno se reencuentra con premios merecidos y que te alegran tanto como si los hubiera recibido alguien cercano. Me ha pasado en varias ocasiones con los Premios Extremadura a la creación, cuando se ha reconocido a dibujantes como Quino , ensayistas como Eduardo Lourenço , novelistas como Lobo Antunes , arquitectos como Siza Veira , o artistas como Helena Almeida . Pero hoy recibe el premio un creador que tal vez no sea muy conocido para el gran público, pero que es muy importante para quienes nos hemos quedado deslumbrados por fragmentos de sus obras maestras. Se trata del cineasta Adolfo Aristarain , que nos dejó en Lugares comunes una declaración de principios sobre la enseñanza de la literatura en boca de Federico Luppi . Pero hay una obra que por sí sola le hace merecedor de todos los parabienes: Un lugar en el mundo, una de esas películas llenas de enseñanzas prácticas para la vida, especialmente para los que se dedican a la docencia, para los que aprenden y para los que tienen dudas sobre la utilidad de luchar. En una época en la que el cine intenta buscar artificios de Playstation que sólo dan dolor de cabeza, se agradece que desde Extremadura se hayan acordado de quien nos llevó a las pantallas el sentimiento humano en todas sus dimensiones, y un compromiso con la dignidad y las libertades.