TSti algo defiendo con orgullo es mi condición de ateo. Ni siquiera en los momentos más duros de mi vida (algunos de ellos, recientes) he experimentado eso que llaman una epifanía religiosa. Se entenderá, pues, que si mi fe en Dios en nula, menor sea, si cabe, mi fe en quienes dicen ser sus representantes entre los pobres mortales. Paradójicamente, mi interés por las religiones se ha intensificado últimamente. Bien porque personas de mi entorno son firmes creyentes o por simple curiosidad antropológica, he hecho todo lo posible por intentar comprender a quienes deifican a un ser invisible al que imaginan todopoderoso. En tres años de asidua correspondencia con un amigo protestante sólo nos hemos puesto de acuerdo en que la Tierra es redonda. Menos da una piedra.

Esperando obtener un poco de luz, leí hace poco Algunas razones para creer, de Vittorio Messori y Michele Brambilla, y la impresión que obtuve es que sus autores (ambos católicos) intentan venderle un frigorífico a un esquimal, aunque es obvio que nunca han visto al frigorífico, y menos al esquimal. Dicho esto, expreso mi disconformidad con una lectora que, en una carta tremendista publicada en este diario el pasado viernes, acusaba a la religión católica de ser la responsable de que España no sea un país democrático libre de las dictaduras de la Edad Media. Ahí es nada. Tratar de arrinconar a miles de católicos a golpe de decreto desde el poder gubernamental, como sugiere esta lectora, es poco menos que imitar, desde la orilla opuesta, las técnicas represivas del nacionalcatolicismo franquista. "¡No es eso, no es eso!", que diría Ortega.