TAt juzgar por lo que se está publicando últimamente en la prensa, llegará el día en que los profesores se nieguen a impartir clase a menos que la ONU envíe cascos azules que supervisen su labor en las aulas. No obstante, ciertos profesores insinúan que esta avalancha de noticias sobre la violencia escolar es poco menos que una fábula inventada por algunos periodistas, y que ellos siguen dando clase con normalidad. ¿A quiénes hemos de creer, a los catastrofistas o a los negacionistas? Al fin y al cabo, los primeros en dar la alarma fueron un grupo bastante numeroso de docentes que se echaron a la calle para pedir, como si fueran víctimas del terrorismo, dignidad y respeto. Bien mirado, tal vez unos y otros digan la verdad, y las agresiones verbales o físicas que reciben de los alumnos o de los padres de estos entran dentro de la normalidad con que vienen desarrollando su profesión desde hace años.

Yo mismo presencié hace poco con qué altanería se enfrentaba un alumno de instituto (pillado in fraganti fumando en el pasillo) con el director del centro. Si no fuera por la barba, no hubiera distinguido quién era el director y quién el alumno. Es algo que nunca vi en mis tiempos de estudiante, y eso que entonces también había barbas, pasillos y cigarrillos. Eramos, cierto, como los chicos de ahora: demonios con una mochila de libros a la espalda, pero al menos teníamos como atenuante a nuestros afligidos padres, que siempre se ponían de parte del profesor.

Los tiempos (y los padres) están cambiando, como diría Bob Dylan ; esperemos que normalidad y agresividad nunca lleguen a convertirse en sinónimos.