TLtlevo años intentando encontrar el sabor de las galletas que comía en casa de mi abuela los sábados por la mañana. No lo he conseguido. He probado cientos de galletas distintas, pero ni siquiera he podido percibir un sabor parecido. Estos días he recordado una historia que me contaron hace tiempo. Tras años de duro trabajo, en 1800 se pudo poner en marcha la línea de ferrocarril que unía Asia con Rusia. Con ello se cumplió el sueño de muchos comerciantes, principalmente de los que se dedicaban al comercio del té, a quienes el nuevo ferrocarril les permitiría transportar su cargamento con mucha más rapidez hasta la capital rusa. Pero cuando los primeros pedidos llegaron en tren a Moscú fueron rechazados y devueltos a su lugar de origen porque los compradores argumentaban que el té, que curiosamente era el mismo que habían tomado toda la vida, no sabía como el de siempre. Pasó un tiempo hasta que se descubrió el motivo del rechazo moscovita. Los cargamentos de té siempre se habían transportado en caravanas de camellos durante largas jornadas en las que, cada noche, los expedicionarios encendían fuego para descansar y poder soportar mejor las bajas temperaturas. De esta forma, jornada tras jornada, el té, que también permanecía junto al fuego, terminaba ahumándose, atrapando con ello olores y sabores que la ruta del ferrocarril nunca pudo ofrecer a los rusos. Imagino que es lo mismo que me ocurre a mí con las galletas, que lo que anhelo se ha quedado en el camino, se me perdió para siempre. Supongo que es el tiempo el que altera el sabor de las cosas, el que traiciona a los recuerdos y hace que los sabores y los olores se nos pierdan. Aunque estemos todos los días probando las galletas de siempre.