Austria pondrá en marcha en las próximas semanas un plan para limpiar su imagen ante el extranjero. Mientras Viena se ha llenado de miles de turistas durante estos días primaverales de mayo, el Gobierno teme que la atención mediática mundial sobre el crimen del carcelero de Amstetten , uno de los más espeluznantes de estos tiempos, añadido a casos anteriores como el secuestro durante ocho años de Natascha Kampusch, cargue al país con el estigma de que entre las praderas de los Alpes y el esplendor imperial de Viena pasan cosas terribles sin que autoridades, policías ni los propios vecinos y familiares se den cuenta.

A la pequeña ciudad de Amstetten, a 120 kilómetros al oeste de Viena, le costará asimilar que su nombre estará siempre ligado al de Josef Fritzl, secuestrador y violador de su propia hija durante 24 años. No ha sido nunca una localidad turística. Ahora, los únicos forasteros que recorren la anodina calle de Ybbs son, además de periodistas, los exponentes del turismo desastre. "Es terrible que la gente venga a nuestra ciudad solo para satisfacer sus ansias de sensacionalismo", se lamentaba ayer la primera teniente de alcalde. "No puede ser que por un solo criminal se secuestre a 23.000 ciudadanos", ya había dicho el alcalde, Herbert Katzengruber.

Pero el Gobierno austriaco teme que esa fama dudosa alcance a todo el país, donde en solo dos años se han conocido tres historias de secuestros duraderos: además del de Elisabeth Fritzl y Natascha Kampusch está el caso de una madre de Linz que encerró a sus hijas durante siete años sin ver la luz del día. Al canciller socialdemócrata Alfred Gusenbauer, que lidera el Gobierno de coalición desde noviembre del 2006, no le gusta que en el extranjero se resalten ahora estos casos. "No vamos a permitir que alguien atribuya a nuestra juventud un nuevo pecado original", dijo el 1 de mayo.

Gusenbauer no solo parecía referirse al pecado bíblico de Adán y Eva, sino también al lastre que ha significado para el país su pasado nazi desde el Anschluss con la Alemania de Hitler en 1938, que nunca ha sido abordado con la franqueza, el dolor y la claridad con que se ha hecho en la vecina Alemania. O, tal como dijo una vez con más rencor que ironía el director de cine Billy Wilder, nacido en Austria: "Los austriacos han conseguido el malabarismo de convertir a Beethoven en austriaco y a Hitler en alemán". Ni siquiera el descubrimiento en 1986 de que Kurt Waldheim, exsecretario general de la ONU y entonces presidente de Austria, había suavizado su paso por el ejército de Hitler, sirvió para que toda Austria se sometiera a una catarsis.

REPRESION DE LA MUJER "Todo esto pasa por culpa de nuestro pasado nazi, debido a la represión de las mujeres y a la educación autoritaria", dijo esta semana Natascha Kampusch en una entrevista a la BBC.

En este sentido, los numerosos sucesores del austriaco Sigmund Freud buscan también una connotación religiosa en el horror de Amstetten: desde que en 1652 se expulsara a los protestantes de la Baja Austria, esta región es la más católica de todo el país, donde el alcalde, el profesor, el cura y el terrateniente son las autoridades incuestionables y donde la obediencia impide hacer preguntas incómodas.

Es la imagen de esa Austria ensimismada la que el Gobierno intentará maquillar los próximos meses cara a fuera, pese a que parece poco probable que un crimen como el de Fritzl asuste a los viajeros. Pero el turismo, con 20,8 millones de visitantes extranjeros en 2007, es demasiado importante para Austria como para permitir que el carcelero de Amstetten deje el país más damnificado de lo que ya se siente.

"En los medios extranjeros se presenta a Austria como el país de los criminales", le decía ayer el entrevistador del diario conservador Kurier a la ministra de Justicia, Maria Berger. "Quien reflexiona de verdad sabe que ningún país ni ninguna sociedad es inmune a que ocurran hechos horribles", respondió.