TAtlgunos monárquicos rebotados como Jaime Peñafiel critican que la boda real fuera plana, poco tradicional y poco emocionante... Y yo que me alegro, más que nada por ver si así volvemos todos al redil de las costumbres y nos dejamos de tanta originalidad y tanta zarandaja nupcial. Ultimamente, nos ha dado por meter también las bodas en el saco de lo espectacular y parece que si la ceremonia no sorprende deja de tener valor canónico y civil. Las nupcias se han convertido en una carrera de ocurrencias y al final no sabes si participas en una boda o en el Grand Prix del disparate.

El otro día asistí a una boda en la que el cura hablaba en castellano, el novio en gallego y la novia en vasco. Hubo música de gaitas y al final, se danzó un aurresku. Una señora emperifollada leyó un poema de Edgar Allan Poe que no venía a cuento, tres sobrinitos contaron intimidades de los novios desde el altar, un abuelo recitó un soneto quevedesco y, para rematar, los novios bautizaron, al tiempo que se casaban, a sus dos hijos. Aquello era un despendole, un frenesí, una feria... Cualquier cosa menos una boda. Recientemente, también los ayuntamientos se han vuelto mentecatos y ofertan bodas con música a la carta, con entremeses teatrales, con gallardetes y guirnaldas para así competir con las catedrales. Entre tanto desaguisado, reconforta asistir a algunas bodas en pueblos extremeños. El sábado estuve en una en Arroyo de la Luz y fue tan sencilla y tan bonita que me emocioné. Y eso que no estaba invitado.

*Periodista