TAtl no dar nombres propios creo que puedo permitirme el lujo de ser cruel recordando que hay columnistas que pese a (o más bien por culpa de ) tener una sección fija no son leídos por casi nadie. Bien porque son demasiado serios o demasiado rumbosos, demasiado profundos o demasiado banales, demasiado líricos o demasiado prosaicos (el lastre está siempre en el adverbio demasiado ), navegan cual holandés errante entre brumas, semana tras semana, por las páginas de la prensa. No pretendo cebarme con las carencias de esos compañeros innominados (con las mías tengo suficiente), pero me sirven de prólogo a esta reflexión: mantener durante mucho tiempo la atención del lector, por lo habitual distraído en otros asuntos, es harto complicado.

Fui consciente de que no quería ser una de esas almas errantes cuando mi hermana me hizo saber que a sus compañeras del hospital les aburrían mis artículos cultos (sic) sobre jazz y literatura. Me recomendaban que "dejara esos temas y siguiera escribiendo para el pueblo". Fue toda una sorpresa. Yo me pregunté: según ellas ¿para quién escribía en esas ocasiones, acaso para el zar de Rusia ahora que no quedan zares? En fin, aquel rapapolvo desembocó en la autocensura. Tenían razón: las reflexiones literarias no encajan en esta esquina de prensa.

En otras circunstancias --en otra edad, quiero decir-- hubiera alzado la cimitarra y la pluma para escribir no uno sino cuatrocientos sesudos artículos literarios para demostrarle al mundo --y de paso a mí-- que no estoy dispuesto a sufrir censuras de ningún tipo. Pero uno ya no es joven y además está cansado de su condición de errante.