TEtl ayuntamiento de mi pueblo ha bautizado a un parque con el nombre de un médico cardiólogo de esta misma ciudad y yo me he alegrado por dos motivos: porque es un homenaje hecho en vida, que ya es raro, y porque lo merece, que es más raro aún. Y digo que lo merece no sólo por su talento profesional, que desconozco de todo corazón, sino porque es un hombre que ha tenido la extravagancia de no gastar coche en su vida. Aunque sólo fuera por este detalle, yo habría visto con muy buenos ojos que en la placa conmemorativa se grabara con letras de oro: a don Fulanito, médico y peatón, que ambas cosas repercuten por igual en la salud de los vecinos. Con un puñado de hombres como él, qué falta podrían hacernos todas las refinerías del mundo.

Otro insigne caminante, el escritor Agustín García Calvo , lleva cinco décadas advirtiéndonos contra este invento del diablo. A su juicio, el coche es el símbolo perfecto de las democracias modernas: te esclaviza, te hipoteca, te eriza los nervios, te hace la vida más difícil, pero te llena de una sensación de libertad. El coche, desde luego, te da la libertad de ir a donde quieras y cuando quieras. Lástima que todos queramos ir al mismo sitio y a las mismas horas, sólo que cada uno por nuestra cuenta. El Estado podría haber apostado por el tren como una solución a este atiborramiento y, en vez de gastar en autovías, gastar en una eficaz red ferroviaria, pero eso habría significado mermar nuestra libertad de elección. Aunque, más que la nuestra, se habría visto mermada la libertad de las multinacionales automovilísticas, de las constructoras y de los bancos, si es que no son una misma cosa. Y eso ni tocarlo.