Jerónimo Navarro, guardián de la efigie desde 1961, abre una puerta de madera y ahí, en un depósito de la casa del marqués de Villagracia, donde siempre se ha guardado, está Mahoma. La Mahoma, pues todos en Biar utilizan el femenino para referirse a esta figura, aunque no sepan decir por qué. Es un enorme muñeco de madera y cartón, vestido con un traje amarillo, verde y rojo. Lleva barba y un turbante con una media luna. Carga con una cimitarra en la mano derecha y un catalejo en la izquierda. Tiene dos zancos por piernas. "Es que le faltan las botas", aclara.

Poco después llega José Martínez Merí. Ejerce de concejal de Deportes en Biar, pero, sobre todo, es la madre de Mahoma, como lo fueron antes su abuelo y su bisabuelo. Durante las fiestas de moros y cristianos, Martínez se traviste y, al igual que todas las buenas progenitoras, acompaña a su hija, el muñeco. "Todo el mundo tiene que tener una madre", dice entre risas, como cuenta entre risas que los preescolares del pueblo visitan de vez en cuando a la efigie, a la que los niños otorgan vida propia. Entonces Navarro, el custodio, les enseña los amplios jardines de la casa del marqués y les dice: "Mirad, aquí es donde se baña y por aquí pasea y juega al tenis".

La madre de la Mahoma es una figura que no se halla en otros pueblos cercanos. Pero es que Biar mantiene una sorprendente relación con ella. Lejos de explotarlo o lanzarlo al vacío, provoca sentimientos que bordean la veneración.