Si 40 de los 78 obispos que el martes están llamados a elegir al presidente de la Conferencia Episcopal Española (CEE) para los próximos tres años coinciden con el Vaticano en que la divisa pro bono pacis (por el bien de la paz) es la que presenta mayores expectativas de cotización en el escenario político que se abre a partir del 9-M, Ricardo Blázquez tiene la reelección en sus manos. La necesidad de rebajar la tensión con el Gobierno de Zapatero, al que las encuestas prorrogan mandato, sitúa al obispo de Bilbao en el mejor de los escenarios posibles para revalidar el cargo. El cardenal Rouco, al que los pronósticos daban como ganador, sería sacrificado en aras de esa nueva perspectiva.

Durante los tres años de mandato de Blázquez, el Vaticano se ha abstenido de premiarle a pesar de haber tenido la oportunidad de hacerlo convirtiéndole en arzobispo. Pero a última hora, sin duda movido por las circunstancias, ha enviado un mensaje a la jerarquía española que constituye un aval a su labor. La cena de dos semanas atrás, en la que el nuncio de la Santa Sede, Manuel Monteiro de Castro, actuó de anfitrión de Zapatero, no deja lugar a dudas. El Papa, por simplificar, ordena ir con tiento y no tensar tanto la cuerda a riesgo de que se rompa.

HISTORIA RECIENTE Podría suceder que los obispos no le hicieran caso, pero en un colectivo en el que abundan los que tienen "tortícolis de tanto mirar a Roma", según una célebre expresión del añorado cardenal Tarancón, no es fácil que triunfe el desacato. La indicación vaticana no puede decirse que esté fundada en la nada: se basa en una atenta observación de lo ocurrido en la historia más reciente de las relaciones entre el Gobierno y la Iglesia en España.

Blázquez fue aupado al poder en marzo del 2005, con la reforma del Código Civil que legalizaba los matrimonios gais en vigor y a las puertas de la aprobación de la reforma educativa que tanto disgustaba a los obispos que aspiraban a que Religión tuviera el mismo rango académico que las Matemáticas. Los primeros meses de su mandato fueron un calvario para un hombre moderado en el fondo y en las formas. En seis meses se convocaron dos manifestaciones en las que participaron los obispos, entre ellos Rouco, lo nunca visto.

La dirección del viento cambió al año siguiente. La visita de Benedicto XVI a Valencia para asistir al Encuentro Mundial de las Familias tuvo efectos balsámicos. Concedió una tregua al Gobierno, agobiado por las embestidas episcopales, y procuró a la Iglesia una de sus mayores conquistas en años: un acuerdo sobre financiación que le permite recaudar más de los contribuyentes que se avengan a dárselo. Ahí, se apuntó un tanto.

La finezza italiana del Papa alemán, que evitó los discursos apocalípticos, constituyó un aviso para navegantes que el sector montaraz de la jerarquía eclesiástica no ha aprendido a decodificar. El último episodio de esa actitud recalcitrante se manifestó el 30 de diciembre en la concentración celebrada en Madrid a favor de la familia.

Allí, en presencia de 40 obispos, junto a mensajes donde se vertía una crítica comedida al Gobierno y las imágenes de Benedicto XVI que animaban a no desfallecer en sus postulados, a los cardenales de Madrid y Valencia se les fue la mano. Rouco acusó al Gobierno de conculcar los derechos humanos y Agustín García-Gasco, el valenciano, fue todavía más lejos y afirmó que las leyes que promovía el Ejecutivo conducían a "la disolución de la democracia". La nota de Juan Antonio Martínez Camino, donde el episcopado tomaba partido por el PP censurando la negociación con ETA, vino a echar más leña al fuego. Ante semejante incendio, Rouco aparece como el bombero pirómano.