TUtna aldea despoblada de Aragón a la que suelo ir desde niño me recibía en pleno mes de agosto con un luminoso navideño. Imagino que era la única manera de adelantarse a los grandes almacenes y han optado por dejarla como si fuera una hoja perenne. Durante la infancia el tiempo es eterno y la vejez nos hace ver que todo pasa rápidamente, que ayer empezó el verano y que esta misma semana todo volverá a ser igual. Está prohibido vivir el momento porque todo tiene que disfrutarse antes de lo previsto: el dos de enero están colocando los escaparates de rebajas y no se te ocurra comprarte unas chanclas o protector solar después del 15 de agosto, porque las estanterías estarán llenas de carteras, libros de texto y uniformes escolares. Me pregunto si son cuestiones estudiadas de la dichosa mercadotecnia o que quieren que nuestras vidas sean rápidas para que nos parezcan menos dolorosas, como si vivir fuera un ejercicio eterno de depilación a la cera. La moda de vivir lentamente no ha calado en casi ningún lugar, a pesar de sus indicaciones cardiosaludables, y la premura se hace un hueco entre las virtudes más apreciadas. Ya se adelantaron las elecciones, como pedían a gritos, y todavía es necesario apresurarse más. Un refrán dice que las prisas son malas consejeras, pero nuestros locutores televisivos nos indican que todo lo veremos en breves instantes. Sí, no era suficiente que un instante ya significase porción brevísima de tiempo. Hasta eso nos tienen que reducir. El sosiego y la calma acabarán siendo delitos en un mundo trepidante, donde los descansos reciben el tendencioso nombre de tiempo muerto.