TNto sé si los clientes de algunos restaurantes prefieren comer bien o que los conozca el ma®tre. Los ves entrar en la sala y detectas enseguida cómo se esponjan de orgullo cuando el dueño o el encargado los saluda con rimbombancia: "Buenos días, don fulanito, qué alegría volver a verlo". Y don fulanito se adorna con plumas imaginarias, y se derrite, y se ahueca, y se sienta en su mesa henchido mientras el resto de la clientela se muere de envidia y de saber quién demonios es don fulanito. Aunque en la mayoría de los casos, todo el mundo sabe que don fulanito es don fulanito y a todo el mundo le gustaría ser como don fulanito y que el ma®tre lo saludara con gran ceremonia y aspaviento: "Buenos días, don fulanito, cuánto bueno por aquí".

Cuando eres periodista, algunos ma®tres suelen hacerte un poco la pelota y te dicen mucho lo de don fulanito. Pero a veces se exceden y llegan a ser pesados. El colmo de los ma®tres obsequiosos era uno de una ciudad gallega donde viví un tiempo. Se llamaba Salvador, aunque por sus amistades peligrosas lo apodaban Don Salvatore. Recuerdo que en una ocasión, comiendo en su restaurante, no contento con el rollo de buenos días, don fulanito, se sentó a mi mesa en el segundo plato, me contó su vida sexual y, lo nunca visto, cogió un trozo de pan, empezó a mojarlo en la salsa de mis zamburiñas y, al tiempo que se lo comía y volvía a hacer otro barquito, elogiaba el plato: "Está bueno, ¿eh, don fulanito?". Desde entonces, sólo voy a restaurantes de comida exquisita y ma®tres discretos.