TLta estampa más humana del año la ha dado una manada de búfalos. Yo he visto el video y ni Spielberg en un arrebato de inspiración habría escrito historia tan emocionante. Un grupo de leonas se agazapa entre los juncos. Mientras tanto, un pelotón de búfalos pasta junto al río como si los carnívoros no existieran en el mundo. De repente, la tragedia. Las leonas se abalanzan sobre el rebaño. Los búfalos son miles, pero huyen espantados. Ellas hace rato que eligieron a su víctima. Una cría, pongamos que se llama Alba. La separan del grupo. La persiguen un trecho. La cría no sabe qué hacer. Se arroja al río. Un cocodrilo oportunista la persigue. La pequeña consigue escapar, pero en su confusión se entrega a las leonas. Es el fin. Y, de pronto, como en una de aquellas películas en las que en el último instante aparece el séptimo de caballería, surge en el horizonte la manada, belicosa y decidida, y se enfrenta a las leonas. A los carnívoros se les quedó la cara que supongo se le quedaría a Botín si el país entero se le pusiera en huelga de hipotecas. Algo increíble. No paro de preguntarme qué pudo ocurrir en esa manada. Quién de ellos se erguiría en orador; quién el búfalo Obama que supo devolver la confianza a su raza; quién les narcotizó el miedo al colmillo del poderoso. Pero, sobre todo, me pregunto si después de esta hazaña habrán sabido mantener sus privilegios o necesitarán como nosotros que cada mañana el Parlamento Europeo espante a papirotazos a los carroñeros. No sé. La cuestión es que al menos por una vez los búfalos le arrojaron algo más que un zapato a las leonas y no se conformaron con llamarlas perras. Olvidaron su miedo. Unieron sus fuerzas. Y funcionó. Salvaron a la cría. No siempre nosotros podemos decir lo mismo.