Estoy convencida de que gente mala, lo que se dice mala, hay poquísima. Y de que salvo los crímenes cometidos por quienes no están en posesión de sus facultades mentales, la mayoría de los delitos se deben a la burricie, a ese estado de bestialidad satisfecha en que estamos instalados. La burricie es inmune al dolor ajeno e impermeable a cualquier influencia que le haga sentir que no está en posesión de la verdad absoluta: sabe de informática más que los informáticos, de enseñar más que los maestros y de medicina, mucho más que los médicos. Sabe más de todo y no tiene dudas, con lo que es remota la posibilidad de cambio. La burricie se transmite de padres a hijos en una cadena interminable, que no entiende de clases sociales ni dinero. Desde que nacen, los niños aprenden por imitación a tirar papeles al suelo, a pasear perros sin bolsa de plástico, a creer que el mundo entero está a su servicio. De ahí se pasa a insultar en los semáforos, conducir como si la carretera fuera tuya o huir de cualquier obligación no remunerada. Sin cimientos que aseguren la convivencia, la burricie campea a sus anchas. Una vez que no hay leyes que cumplir, por qué pararse a dialogar antes de pegar un puñetazo al vecino, partirle la cara al cónyuge o defraudar a Hacienda, si te dejan. Pero no debemos desesperarnos, la mayoría de la gente es buena, solo necesitamos un poco de educación, incluso de la antigua, tan denostada, la que enseñaba a pedir las cosas por favor, respetar a los mayores y no comer con la boca llena. La norma más elemental es el primer ladrillo de la convivencia, la barrera contra la burricie que nos invade.