TCtuando veo una película deliciosa, escucho un réquiem sublime o leo una novela fascinante, crece en mi interior un ansia de perfección que nunca se sacia. Quisiera entonces sustanciarme en la belleza y hacerme uno con ella, "amada en el amado transformada". Es en esos momentos cuando uno define su techo y se redescubre limitado y mediocre, incapaz de abarcar la perfección. Ese abismo de frustraciones se ha abierto de nuevo a mis pies este sábado, cuando atrapado por la película francesa Largo domingo de noviazgo , sus sorpresas, sus vaivenes, sus imágenes y los mohínes de Audrey Tatou, ya para siempre Amélie, renovaron en mi estro el fuego de la creación, que se consumió al instante, atormentado por la áspera traición de las musas, tan esquivas, tan fugaces.

Esta desolación tan cruel se me apareció por primera vez hace años. Acababa de visitar el lugar más armónico que he conocido: el faro de la isla de Sálvora. Está situado a la entrada de la ría de Arousa y sólo se puede acceder a él en el barco que lleva suministros a los fareros. En la isla hay un poblado fantasmal, hay gaviotas mansas en las rocas y en sus nidos, unos huevos nacarados que roban los confiteros para amasar dulces exquisitos. El faro es una postal de pastel. La hija del farero se llama Isla... Y todo, en fin, es así de nerudiano y sugerente. He intentado muchas veces revivir esa visita escribiendo un reportaje sublime, pero siempre que lo acabo, lo releo y no paladeo aquella belleza. Supongo que la vida es así: un perpetuo vagar en busca de una quimera llamada armonía.