TEtl otro día estuve en una casa con muchos cuernos. Me abrió la puerta la asistenta y creí que de un momento a otro iba a ser embestido por la cómoda, por la pared de enfrente, por la chimenea del salón. ¡Madre mía! Había cuernos en el vestíbulo, en el recibidor, en la salita de estar, en el comedor, en los pasillos y, ¡el colmo!, vislumbré de reojo una cornamenta superlativa a los pies de una noble cama que parecía ser la de los señores principales. Salí de la casa espantado y sin entender cómo es posible que alguien considere que los cuernos son decorativos. A mí me parecieron un atributo muy primitivo, algo así como la demostración de la virilidad del gran cazador, del dueño de la casa. Pero hombre, si hubiera cazado los ciervos con una lanza y corriendo detrás de ellos se entendería el carácter de reafirmación de la virilidad de tanta cornamenta. Pero ya nadie caza como el gran jefe masai, sino en una finca vallada de donde los cornúpetas no pueden escapar, con la ayuda de perreros y azuzadores y con rifles de mira telescópica que se cargan un bicho a una distancia considerable.

Hice el recado, me despedí de la asistenta y de las astas y al pretender bajar a la calle, reparé en la existencia de dos ascensores: uno para el servicio sin espejo porque, al fin y al cabo, para qué quiere mirarse el servicio al espejo si el servicio, por definición histórica, es feo. Había otro con un gran espejo para los señores. Como soy un poco presumido, descendí en el ascensor del señorito. Tenía música ambiental, moqueta y madera. Sólo le faltaban los cuernos.