La catástrofe causada por el ciclón Nargis ha disparado los precios de los alimentos básicos y del combustible, cuando los ciudadanos de Birmania (Myanmar) soportaban ya el peso de la creciente inflación y avistaban la quiebra de su país. Desde que el ciclón arrasó el pasado fin de semana el delta del río Irrawaddy, despensa arrocera y tumba de la mayoría de los 22.500 muertos y 42.000 desaparecidos, según los datos oficiales, el precio del cereal se ha duplicado en los mercados de Rangún, que, con cinco millones de habitantes, es la mayor ciudad del país.

Antes de que las aguas anegaran miles de hectáreas de arrozales, indispensables para la supervivencia de la población, un cuenco de arroz, la ración diaria habitual de una familia, costaba en cualquier comercio 800 kyat, el equivalente a 2,5 dólares al cambio oficial y 90 centavos en el mercado negro. Los birmanos pagan hoy, por la misma ración, 1.600 kyat, el doble. "El precio sube cada día, y también cada vez hay menos arroz", dijo a Efe Thit, tendero del bazar de Tamwe.

En la plaza de Mahabandula, en el casco viejo de Rangún, dos ancianos aseados y con ropas limpias comparten un plato de arroz y otras fritangas bajo la sombra de un árbol, y, sentados sobre el pequeño mundo del parterre, no tienen ningún inconveniente en hablar de sus dificultades para sobrevivir. "Mi pensión no llega a los 700 kyat. Con ese dinero, sepa usted, que ni puedo tomarme un té", señala este funcionario municipal jubilado de 79 años, que se presenta como Khin Myat. "Pobre gente la de Ayeyawaddy, que no va a poder pagar la renta de las tierras que cultivan", comenta el otro anciano, de nombre Chi, en alusión a una de la zonas más asoladas del delta del río Irrawaddy.

Hace menos de una semana, por un trayecto de una media hora en uno de los destartalados autobuses del servicio metropolitano, Pearl Win, una mujer que cada día se traslada hasta el centro de la ciudad desde su casa en el barrio de Okalappa, abonaba 200 kyat. Pero hoy, esta madre de tres criaturas tiene que pagar 600 kyat cada día laborable para poder aportar mensualmente al salario que por su parte percibe el cabeza de familia. "Ya he dejado de soñar sobre el futuro que iba a dar a mis hijos", se lamenta la mujer, quien no parece impresionada por el demoledor dato de que cerca del 90 por ciento de las familias birmanas gasta en comida el 80 por ciento de sus ingresos.

Los conductores de Rangún, que por coches de 10 a 20 años de antigüedad pagan de 10.000 a 20.000 dólares, se quejan de las interminables colas que se forman para comprar los dos galones (menos de diez litros) de combustible que pueden adquirir al día, cuyo precio equivale al doble del salario diario de un obrero. Tampoco el turismo, que la Junta Militar promocionó con brío a finales de la década de los 90 a fin de sortear la bancarrota, ha conseguido recuperarse tras la profunda caída registrada a raíz de la represión de las manifestaciones del pasado septiembre.

Los hoteles y la mayoría de las empresas, sobre todo las del sector textil, que emplean a decenas de miles de trabajadores, acusan los efectos de las sanciones económicas impuestas a Birmania por Estados Unidos y la Unión Europea. Muchos birmanos parecen soportar la privación con una estoica resignación, pero otros en cambio se atreven, pese al medio que infunde el régimen, a quejarse con sigilo de la subida en espiral que registran los precios de casi todo bien. "Este país es una volcán social a punto de estallar y la erupción puede llegar por los efectos de este ciclón", advirtió un comerciante birmano del elegante barrio de Inya Lake, que pidió el anonimato por motivos de seguridad.

El descontento acumulado durante años salió a la superficie el pasado agosto, cuando pequeños grupos de personas lideradas por activistas del movimiento Generación 88 comenzaron a protestar de forma pacífica contra los altos precios y los cortes de electricidad, que han empeorado tras el paso de Nargis. Aquel clamor contra la carestía de la vida adoptó un tinte distinto después de que los monjes budistas, reverenciados en el país, se pusieran al frente y fueran secundados por decenas de miles de birmanos, hasta que las fuerzas de seguridad aplastaron a tiros y golpes las marchas.

Tras acabar una intensa campaña de represión, la Junta Militar admitió 15 muertos en las protestas, pero, ocho meses después, la disidencia mantiene que fueron 138 las víctimas mortales. "La subida de los precios de los artículos de primera necesidad puede desatar un nuevo estallido de las manifestaciones", indicaron fuentes diplomáticas europeas que pidieron el anonimato.