TSton como alimañas que devoran a su presa. O como maremotos que arrastran tras de sí toda la vida que se encuentran a su paso. Nunca duermen, si acaso, se aletargan, pero cuando lo hacen, es para alimentarse de sus propios sueños, para recobrar nuevos bríos, para descansar de su agotadora actividad, de esa maldición que los domina, y que daña a todo el que le sale al encuentro. A veces su fuerza se desborda y puede llegar a ser incalculable.

A veces matan.

Consiguen anular la voluntad de los que no logran protegerse contra ellos, someten a los que no se rebelan, empequeñecen a los grandes, desvirtúan las entregas para dejarlas en meras exigencias satisfechas por el miedo. Tratan de justificarse aduciendo las razones más inverosímiles, los argumentos más simples, los más repetidos, los más peligrosos, las caras de una moneda que siempre caen del mismo lado.

Y matan.

Intentan confundirse con el deseo de ser únicos, camuflarse entre el halago y la vanidad de sus víctimas, para reclamar un lugar que no les corresponde. Se esconden detrás de una pantalla de pasión que mueven a su antojo, detrás de un espejismo que disfraza la sinrazón y la locura, detrás de convencionalismo incapaces de moverse, de miradas que se apartan y se desvían hacia otro lado.

Se amparan en el falso derecho a poseer lo que no es suyo. Se adaptan a cualquier ambiente, a cualquier edad, a cualquier espacio donde puedan anidar para lanzarse sobre el otro.

Asfixian. Ahogan. Oprimen. Se parasitan en la generosidad del que los sufre y en la indiferencia de los otros.

Y no se reconocen.