Cuenta Vila-Matas en Bartleby y compañía que Juan Ramón Jiménez se pasó la vida creyendo que podía morirse en cualquier momento. Al parecer, cuando se despedían de él con un "Hasta mañana" solía responder: "¿Mañana? ¿Dónde estaré yo mañana?". Entiendo su desazón; la entiendo porque la comparto. La pregunta que me hago a diario durante el desayuno es si estaré vivo a la hora de la cena. Pero a diferencia de Juan Ramón no cargo con el fantasma de la muerte desde siempre, sino que ha sido ella, por sí sola, la que ha crecido en los últimos años a mis pies cual matojo silvestre. De niño creía que yo iba a tener una vida longeva, 102 años de edad. No sé por qué esa cifra y no otra, cosas de niños. La certeza, entonces, de que iba a vivir hasta la hartura me permitía disfrutar mis días sin prisas, dichoso en la tranquilidad de saber que si no llevaba a cabo un proyecto por pereza podría hacerlo 40 o 50 años después. ¡Qué infeliz!

La muerte de Erika Ortiz ha venido a ilustrar mis malos presagios. Estremece pensar que un día una persona esté sentada en el sofá leyendo un libro y 48 horas después no queda de ella más que una urna de cenizas. Cierto que sufría depresión, que es una forma de desintegrarse en vida, pero aun así cuesta hacerse a la idea. (Al final va a ser verdad que no somos nadie ).

O sea que hoy, estoy tratando de decir, me conformo con estar vivo para la hora de la cena, ese momento insignificante y mágico a la vez que comparto frente a un refrigerio frugal al tiempo que escucho la radio o leo el periódico. Ese momento en que me pregunto si al día siguiente estaré vivo a la hora del desayuno.