Se levanta por la noche. No duerme bien porque escucha un goteo inmisericorde en el baño y la madera cruje como lamentándose de tiempos mejores. Por la mañana ve desesperanzado cómo su casa --estrenada hace poco, según el folleto de la inmobiliaria con terminado de lujo--, es una ruina: Las paredes se agrietan, los grifos chirrían y un sospechoso olor a podredumbre emana de los inodoros. El hedor reina también bajo el fregadero. Afortunadamente, las lluvias remiten en esta época, de no ser así, tendría goteras en cada rincón. Lo sabe porque las tejas ni siquiera están donde debieran. Dicen en el seguro que la póliza no cubre tanto despropósito, que lo hubiera leído bien, que está escrito en pequeño. En todo caso, la constructora manda a alguien para ocuparse de las reparaciones urgentes. Un chapuzas. Remienda echando paletadas de argamasa y otros productos menos reconocibles sin ton ni son, metiendo estopa en los engranajes estropeados y chorros de tres en uno en cualquier ranura. Durante un rato, la casa parece calmada. Mas dura poco. Enseguida vuelven las averías, esta vez más rotundas si cabe, amenazando incluso a la estructura. Nota dentro de sí algo muy similar a la locura. ¿Estará chiflado de verdad? Los muros parecen querer derrumbarse y aplastarlo bajo un montón de escombros. Ni siquiera puede huir. Está atrapado como en la peor de sus pesadillas. El país es una ruina con aspecto de empeorar bajo la dirección de estos consumados chapuzas. El terminado de lujo finiquitó hace tiempo. La estructura, los cimientos de esta democracia inventada, no parecen responder con la elasticidad y robustez previstas. Y detrás, otro vacío. La insinuación de otros chapuzas más.