Durante el periodo electoral, los medios de comunicación se encargan de ofrecernos imágenes de los mítines en los que calurosos ciudadanos, banderines en mano, se desbordan de emoción escenificando hiperbólicas muestras de afecto dirigidas a los líderes del partido político al que son afines. Escenas de este tipo siempre me provocan ideas enfrentadas. Por una parte, estos gestos de cariño y generosidad me parecen saludables (¿qué sería del mundo sin estas virtudes?), pero, por otra, presiento que esas efusiones implican cheques en blanco para el político de turno. Ante estas concesiones, estoy convencido, el subconsciente del idolatrado dirigente asume que, por errática o indigna que sea su gestión, nunca le faltará el apoyo de sus incondicionales. Y los incondicionales en este país son muchos, muchísimos, en ambas orillas del espectro político. (Antropológicamente, resulta interesante comprobar que esa impetuosa pasión proyectada sobre un partido político se corresponde con una aversión compulsiva por el partido rival).

Habría que tener mucho cuidado a la hora de practicar ciertos cultos a la personalidad. La política no es una profesión cualquiera. Lo que nuestros gobernantes se traen entre manos es tan importante para el bienestar general que no deberíamos concederles cheques en blanco. No es cuestión de menospreciar por inercia su trabajo ni su honestidad, hablo de mantener la vigilancia.

Se supone que la política es el medio para satisfacer las necesidades de los ciudadanos, pero, si nos descuidamos, los ciudadanos acabaremos siendo el medio para satisfacer las necesidades de ciertos políticos.