TMte inquietan los hábitos alimenticios de los jóvenes extremeños. Tras viajar durante dos semanas con ellos, no he constatado ni una inquietante adicción a la marihuana ni una dependencia excesiva del alcohol, pero su manera de comer me espanta. Llevaban maletas repletas de comida para gastar lo menos posible en alimentarse. Hasta ahí todo normal: no creo que pase nada por tomar excepcionalmente demasiados bocadillos. Lo grave del caso es cuando te cuentan que en sus casas han impuesto una particular dictadura gastronómica donde el poder absoluto es detentado por la pasta, la pizza, los filetes y las patatas fritas. En general, no quieren saber nada de platos de cuchara, están reñidos a muerte con el pescado, escapan de las verduras como de la peste y las frutas les aburren porque hay que pelarlas. Durante el viaje, he comido a veces por 12 euros. Ellos casi nunca se apartaron de sus bocadillos excepto para tomar alguna hamburguesa o cuatro chicas que comieron en un self-service por 10 euros. Un día hice una prueba: conté lo que se gastaban en chucherías y lo que yo me gastaba en comer y empatábamos: mi menú costaba lo mismo que sus raciones diarias de patatas fritas Pringles , Doritos , Kit-Kat y refrescos. Si a eso añadimos que no hacen ejercicio (sobre todo las chicas) y se agotan en cuanto recorren 600 metros, convendrán conmigo en que más que las lógicas preocupaciones por la droga y el alcohol, habría que inquietarse ante una Extremadura futura de treintañeros diabéticos, hipertensos y con el colesterol por las nubes.