Los aeropuertos son espacios impersonales donde nadie le importa a nadie. Bueno, todos no. El de Badajoz tiene un aire tan doméstico y familiar que los viajeros dan los buenos días cuando llegan a la cola de facturación y hasta acude por allí un tontino entrañable que pasea por la terminal sonriendo a todo el mundo, deseando buen viaje e imitando a los reactores. La cosa no llega a los niveles de la estación de autobuses de Cáceres, donde este verano detuvieron a un gran masturbador daliniano y exhibicionista, ni a la de Mérida con sus inquietantes letrinas tan dadas a los contactos, pero en fin, es un aeropuerto con gracia.

Barajas es otra cosa. En el vuelo que voy a contarles me crucé con Mike Tyson que iba abrazado a una rubia que la semana anterior le había acusado en la televisión italiana de haber intentado violarla y luego, en una cola, me tocó delante de un mozo que viajaba a Palermo y protestaba porque la policía lo registraba en cuanto averiguaba que era siciliano. Claro que después me contó que vivía en Sevilla y que cada vez que iba por allí el hijo de Corleone lo acogía en su casa. O sea, que la policía no iba descaminada.

UN MAFIOSO Tyson, un mafioso... En fin, mucho cosmopolitismo, pero ni hay tontino ni los viajeros te dan los buenos días. Aunque quedamos en que les iba a contar un vuelo en avión de Madrid a Badajoz y para ello hay que trasladarse a los sótanos de Barajas, a un espacio agobiante donde esperan los viajeros que vuelan a los aeropuertos pequeñitos: Logroño, Pamplona, San Sebastián, León.

Quienes viajan a estas ciudades embarcan a pie, sin autobuses, fingers ni preámbulos. Es decir, entregas la tarjeta y te acercas caminando hasta tu avioncito. La operación tiene su gracia porque te sientes Humphrey Bogart en el aeródromo de Casablanca con Ingrid Bergman emocionándose, el ruido de fondo de las hélices y tú diciéndole: "Querida, siempre nos quedará Badajoz". En vez de Ingrid Bergman, a quien tienes a tu lado es a tu santa esposa, pero el avión de hélices es casi igual que el de la película.

Y es que viajar a Badajoz es una aventura emocionante: tú, allí, en medio del aeropuerto, al pie de un avioncito y con el sobrecargo agarrándote la cabeza y pidiéndote precaución: "Caballero, tenga cuidado que se va a dar un golpe con la hélice". Luego te montas y oye, tampoco hay tantas diferencias con los grandes reactores: asientos de buena piel, espacio suficiente para estirar los pies, ventanilla entretenida y una particularidad: el avioncito tiene marcha atrás, maniobra con la soltura de un Smart en Cánovas y despega en cuanto los grandes mastodontes le dejan un huequecito.

Luego sube que se las pela y en un plis plas estás a 10.000 pies. Es entonces cuando llega el momento sublime, el instante irrepetible que no te puede ofrecer ni la KLM ni la British Airways : la azafata se te acerca con un carrito y te ofrece una cerveza y un bocadillo de chorizo ibérico o de jamón de pata negra, todo ello genuinamente extremeño. Y a ti, que llevas todo el día mascando cruasanes plásticos de chopped sintético, pues nada, que te transportas y te entran ganas de cantar El Redoble. Para que no falte el queso de la tierra, el vecino del otro lado del pasillo se descalza con soltura y embadurna la cabina con aromas de la Serena.

Pero hay más emociones porque la azafata coge el micrófono y suelta un espiche en castellano y en inglés en el que, tras explicar lo del salvavidas por si nos caemos al pantano del Cíjara, alaba Extremadura y asegura que hoy (no aclara si también ayer) es una de las regiones más variadas de Europa.

Emociona esta campaña en los aviones de Iberia: el olor a chorizo, tan antiguo, tan del semidirecto a Palazuelo-Empalme, las toallitas de limón con la leyenda Extremadura en el corazón, los posavasos alusivos a la tierra, el reposacabezas contándote las excelencias de la región, las servilletas, el folleto, la información de que vivimos sin agobios (27 habitantes por kilómetro cuadrado), de que nos visitan 100 millones de aves cada año, de que tenemos 54 espacios naturales, seis regiones vinícolas y el 70% de la población española de cigüeña negra.

Y así llegamos a Badajoz y nos reencontramos con el aire familiar: hemos recorrido varios aeropuertos y en todos había una seguridad extrema. Aquí se prefiere el compadreo: un matrimonio sale emocionado a la pista a recibir a unos amigos quebrando todas las normas internacionales de seguridad. Un guardia civil les riñe y se descubre el pastel: el segurata les había dejado pasar porque eran amigos del barrio. ¿No es encantador?