Extracto de "Cómo la evolución configura nuestras vidas. Ensayos sobre biología y sociedad" eds. Jonathan B. Losos y Richard E. Lenski (Biblioteca Buridán, 2018).

Selección a cargo de Valentina Raffio

Evolución y religión: conflicto y diálogo

Francisco J. Ayala

El argumento del diseño

Las religiones abrahámicas -el cristianismo, el islam y el judaísmo- proclaman la existencia de un Ser Supremo, un Creador que da cuenta del origen del mundo y preside todo lo que sucede en él. El total de creyentes que hay en el mundo de estas tres religiones asciende a más de cuatro mil millones de personas, o lo que es lo mismo, a más de la mitad de la población humana. Otras grandes religiones con muchos miembros, tal vez un tercio aproximadamente de la población humana, son las religiones orientales. Entre ellas, el hinduismo es la religión dominante en el sur de Asia, particularmente en la India y el Nepal, con aproximadamente mil millones de seguidores en todo el mundo. El hinduismo es la síntesis de varias tradiciones religiosas, con un solo Dios o Creador, aunque una mayoría de hindúes reconocen a Vishnú, a Shiva y a Devi como diferentes aspectos de un Ser Supremo o Brahmán. Variaciones del hinduismo son el confucianismo y el taoísmo, particularmente en China. El shintoísmo es la región más característica del Japón, aunque aproximadamente un tercio de la población del Japón es budista. El budismo es una religión no teísta que incluye una serie de creencias y de prácticas espirituales, atribuidas generalmente a las enseñanzas de Gautama Buda, que vivió hacia el siglo V aC. Existen, además, numerosas religiones tribales, particularmente en África y en América, pero también en Australia, Asia e Indonesia, cada una de ellas con sus mitos idiosincráticos, su pequeño número de miembros y una presencia geográfica limitada.

La mayoría de las religiones, exceptuando al judaísmo, al cristianismo y al islam, no profesan una fe en un solo Ser Supremo o Creador, y están básicamente interesadas en la conducta moral, en los ritos y en las costumbres y actividades sociales. El concepto de un dios, o dioses, existía en la antigüedad griega y romana, con Zeus, Atenea, Poseidón y muchos otros. Aunque no estaban necesariamente relacionados con la creación del mundo, estos dioses tenían influencia en los asuntos humanos, aunque era una influencia normalmente limitada a determinadas cuestiones o grupos humanos.

Otros mitos de la creación en la antigüedad son la epopeya babilónica de Gilgamesh, que data posiblemente del tercer milenio antes de Cristo y que incluye un diluvio universal en el que todos los humanos mueren volviéndose de arcilla, excepto los que han subido a un barco construido siguiendo las órdenes del dios Ea. También de Mesopotamia es el Enuma Elish, un poema fechado en torno al año 2000 aC que afirma que el mundo no es eterno, sino que ha sido creado en el tiempo. El Enuma Elish reconoce múltiples dioses.

Aún más antiguos son los primeros mitos de la creación de Egipto, aunque estos cambiaron localmente y con el paso del tiempo. En un relato egipcio, al comienzo el dios-Sol Atón escupió a Shu, el dios del aire, y a Tefnut, la diosa de la humedad, que a su vez engendraron a Geb, el dios de la tierra y a Nut, el dios del cielo, que se aparearon y engendraron a Osiris y a su consorte Isis. Los mitos egipcios incluyen múltiples dioses. Sin embargo, cada una de las dos grandes partes del país, el Alto y el Bajo Egipto tenía un dios especial con una corona característica (Moore 2002).

Los autores cristianos han sostenido a lo largo de los siglos que el orden, la armonía y el diseño del universo son la prueba incontrovertible de que el universo fue creado por un Ser omnisciente y omnipotente. Uno de los autores cristianos más destacados fue San Agustín (353-430), que escribió en La ciudad de Dios que “el propio mundo, por el orden perfecto de sus cambios y de sus movimientos, y por la gran belleza de todas las cosas, proclama... que ha sido creado, y que su creador no pudo haber sido otro que un Dios inefable e invisible en su grandeza y en su... belleza.” Santo Tomás de Aquino (1224-1274), considerado por muchos como el mayor de los teólogos cristianos, presenta, en su Suma Teológica, cinco maneras de demostrar, por la razón natural, que Dios existe. La quinta manera deriva del orden y de la finalidad diseñada en el universo, prueba de que este ha sido creado por una Inteligencia Suprema: “Existe un ser inteligente por el que todas las cosas naturales se dirigen hacia su fin; y a este ser inteligente le llamamos Dios.”

Esta manera de buscar una demostración natural de la existencia de Dios se conoció más tarde como el “argumento del diseño,” que es un argumento con dos caras. La primera dice que el universo da señales de haber sido diseñado. Y la segunda que solo Dios puede explicar la complejidad y la perfección del diseño. Una convincente y elaborada formulación del argumento del diseño fue La sabiduría de Dios manifestada en las obras de la creación (1691) del clérigo y naturalista inglés John Ray (1627-1705). Ray consideraba como una prueba irrefutable de la sabiduría de Dios que todos los componentes del universo -las estrellas y los planetas, así como los organismos- han sido ingeniosamente concebidos desde el principio y que son perfectos en su funcionamiento. El “argumento más convincente a favor de la existencia de una Deidad,” escribe Ray, “es el admirable arte y la sabiduría que se manifiestan en la forma de la constitución, el orden y la disposición, los fines y usos de todas las partes y miembros de la majestuosa estructura que forman el cielo y la tierra.”

El argumento del diseño fue avanzado, con mayor o menor detalle, por una serie de autores de los siglos XVII y XVIII. Henry More, el contemporáneo de John Ray, veía la prueba del diseño divino en la sucesión del día y la noche y en las estaciones: “Afirmo que los fenómenos del día y de la noche, del invierno y del verano, la primavera y la cosecha... son signos y símbolos de que hay un Dios... las cosas están hechas de tal manera que implican naturalmente un Principio de la Sabiduría y el consejo del Autor de ellas. Y si hay un Autor de la Naturaleza externa, hay un Dios.” Robert Hooke (1635-1703), un físico que fue secretario de la Royal Society, formuló la analogía del relojero: Dios había proporcionado a cada planta y a cada animal “todos los artilugios que necesita para su propia existencia y propagación... igual que un relojero podría fabricar un conjunto de campanillas para que formasen parte de un reloj” (Hooke 1665, 124). La analogía del reloj, entre otras analogías como las del templo, el palacio o el barco, también fue utilizada por Thomas Burnet (1635-1703) en su La teoría sagrada de la Tierra, y llegaría a ser muy común entre los teólogos naturales de la época. El filósofo y teólogo holandés Bernard Nieuwenfijdt (1654-1718) desarrolló por extenso el argumento del diseño en su tratado en tres volúmenes El filósofo religioso, en el prefacio del cual introduce la analogía del relojero. Voltaire (1694-1778), como otros filósofos de la Ilustración, aceptó el argumento del diseño. Voltaire aseguraba que de la misma forma que la existencia de un reloj demuestra la existencia de un relojero, el evidente diseño y propósito que existen en la naturaleza demostraban que el universo había sido creado por una Inteligtencia Suprema. El arzobispo irlandés de Armagh James Ussher, en sus Annales Veteris et Novi Testamenti (Anales del Antiguo y Nuevo Testamento, 1650-1654) calculaba que la tierra había sido creada un domingo al mediodía, el 23 de octubre del año 4004 antes de Cristo.

Entre los escépticos bíblicos destaca el naturalista francés Conde de Buffon, director de los jardines botánicos reales en París, que sugirió en 1749 que la tierra podía tener 70.000 años de edad, diez veces más que la calculada por Ussher. El editor de la Encyclopédie, el ateo Denis Diderot, consideraba que no había especies fijas ni criaturas divinamente ordenadas sino más bien que la naturaleza estaba en constante flujo y que producía organismos aleatoriamente, sin un plan o propósito. El filósofo escocés David Hume (1711-1776), en su obra Diálogos sobre la religión natural, publicada póstumamente pero escrita en la década de 1750, criticó la analogía entre los artefactos humanos y los organismos, negando que el elemento del diseño estuviese en absoluto implicado en las especies vivas.

Algunas personas de fe afirman que la evolución no es compatible con la religión porque la teoría de la evolución hace afirmaciones acerca del origen de los humanos y del universo que contradicen el relato de la Biblia y otras creencias religiosas. Al otro lado del argumento hay autores que afirman que la religión es incompatible con la evolución, y de hecho con la ciencia en general, porque las creencias religiosas son completamente falsas, además de tóxicas.

Estos autores incluyen a distinguidos científicos, filósofos y otros, particularmente a algunos que profesan lo que ha venido en llamarse el “Nuevo Ateísmo” y que afirman que “los dogmas de muchas religiones son hipótesis que pueden, al menos en principio, ser examinadas por la ciencia y la razón. Si las afirmaciones religiosas no pueden ser fundamentadas por evidencias fiables, han de ser consideradas como afirmaciones dudosas y ser rechazadas” (Coyne 2015, xii-xiii; cursivas en el original). El Nuevo Ateísmo incluye a distinguidos científicos, filósofos y otros autores, como Richard Dawkins, Sam Harris, Daniel Dennett, Christopher Hitchens, ya fallecido, y más recientemente Jerry Coyne, a quien acabamos de citar (Pinker 2015).

Richard Dawkins ha escrito que el darwinismo hace posible que alguien se convierta en “un ateo intelectualmente cumplido”: “El universo que observamos tiene exactamente las propiedades que podríamos esperar que tuviese si no hubiese, en el fondo, ni diseño ni propósito, ni bien ni mal, solo una indiferencia ciega y despiadada” (Dawkins 1995, p.133). Además de ser un abierto defensor del ateísmo, Dawkins se ha ido convirtiendo cada vez más en un severo crítico de la religión organizada, y sostiene que las religiones del mundo son un peligro para la humanidad (Dawkins 2006). Daniel Dennett afirma que la selección natural, la “idea de Darwin” tiene “un innegable parecido con un ácido universal: corroe casi todos los conceptos tradicionales y deja tras de sí una visión del mundo revolucionada... transformada de un modo fundamental” (Dennett 1995, p.63). “Aquellos evolucionistas que no ven conflicto entre la evolución y sus creencias religiosas han tenido mucho cuidado de no mirar tan de cerca como hemos mirado nosotros” (p. 310). “No hay Creación Especial del lenguaje, y ni el arte ni la religión son literalmente de inspiración divina” (p. 144). El historiador de la ciencia William Provine no solo afirma que no hay principios absolutos de ningún tipo, sino que saca la conclusión definitiva de una línea de pensamiento materialista según la cual incluso el libre albedrío es una ilusión: “La ciencia moderna implica directamente que no hay leyes éticas o morales innatas, ni principios absolutos para la sociedad humana... El libre albedrío tal como se concibe tradicionalmente -la libertad de elegir de una manera exenta de coacciones e impredecible entre cursos de acción alternativos- simplemente no existe” (Provine 1988). El subtítulo del libro de Christopher Hitchens God is Not Great [en español, Dios no es bueno 2008] es “cómo la religión lo envenena todo.” Otro crítico de la religión es el premio Nobel de física Steven Weinberg: “Con o sin religión, las buenas personas pueden portarse bien y las malas personas hacer daño a otras; pero Y para que las buenas personas hagan daño a otras se necesita la religión” (Weinberg 1999).

Los Nuevos Ateos afirman que puede adquirirse un conocimiento válido del mundo natural mediante el proceso científico de observación y experimentación, es decir, mediante la ciencia. El biólogo evolutivo Richard Lewontin añade un matiz interesante: los científicos aceptan la ciencia y rechazan la religión debido a su compromiso inquebrantable con una filosofía materialista. “No es que los métodos y las instituciones de la ciencia nos obliguen de algún modo a aceptar una explicación material del mundo fenoménico, sino que, al contrario, estamos obligados por nuestra adhesión a priori a las causas materiales a crear un aparato de investigación y una serie de conceptos que producen explicaciones materiales... El materialismo es absoluto, porque no podemos permitirnos recurrir a una causa divina” (Lewontin 1997).

El filósofo de la ciencia Michael Ruse discrepa: “¿Significa esto que la ciencia es como una religión, que se basa solo en la fe? En absoluto. La razón de los supuestos de la ciencia es que funcionan. Se justifican a sí mismos de manera pragmática... Las teorías que predicen correctamente lo inesperado resultan ser formas poderosas de conocimiento” (Ruse 2014, p. 243). Ruse, como otros autoproclamados ateos y agnósticos, ha sido un polemista muy elocuente defendiendo el evolucionismo de los ataques de los creacionistas y de los partidarios del “diseño inteligente”, pero ha discrepado abiertamente de Dawkins y Dennett. En Estados Unidos y en otros países donde mucha gente tiene convicciones religiosas, es desaconsejable vincular demasiado estrechamente la teoría de la evolución al materialismo. Como ha señalado Ruse, hay de hecho muchas personas creyentes que son evolucionistas (véase Ruse 2001, 2008). El historiador de la ciencia Peter J. Bowler está de acuerdo con él. “Como historiador de la ciencia que ha dedicado décadas a estudiar la respuesta a Darwin, y como observador de los debates modernos que ha habido en América y en Europa, yo también creo que la mejor defensa del evolucionismo es poner de manifiesto la complejidad de la aproximación religiosa a la ciencia. Hay muchos científicos que todavía tienen convicciones religiosas profundas, y muchos pensadores religiosos que no tienen problemas para aceptar la evolución” (Bowler 2007, pp. 3-4).

Stephen Jay Gould, que proclamaba ser agnóstico, consideraba la ciencia y la religión como dos formas de magisterio que no se superponen [“non-overlapping magisteria” (NOMA)]; la ciencia y la religión tratan cuestiones diferentes. La ciencia se ocupa de los hechos de la realidad observada, mientras que la religión se ocupa de la moralidad y de los valores humanos. “La ciencia trata del reino empírico: de qué está hecho el universo (hecho) y por qué funciona de este modo (teoría). El magisterio de la religión abarca cuestiones sobre el significado último y el valor moral. Estos dos magisterios no se solapan, ni abarcan todo el ámbito de la investigación (considérese, por ejemplo, el magisterio del arte y el significado de la belleza)” (Gould, 1996, p. 6). “NOMA no es un artefacto ñoño, encubridor y superficial que hace las veces de ficción diplomática y de cortina de humo para hacer la vida más cómoda en un mundo de pasiones divinas y contradictorias. NOMA es una solución adecuada y de principios -basada en una filosofía sólida- a un problema de gran peso histórico y emocional” (p. 92).

La evolución y las creencias religiosas

La evolución y las creencias religiosas no necesitan estar en contradicción. De hecho, la ciencia y la religión bien entendidas, no pueden estar en contradicción porque se ocupan de cuestiones diferentes. La ciencia y la religión son como dos ventanas diferentes a través de las cuales ver el mundo. Las dos ventanas dan al mismo mundo pero muestran aspectos diferentes del mismo. La ciencia se ocupa de los procesos que explican el mundo natural: el movimiento de los planetas, la composición de la materia y de la atmósfera, el origen y las adaptaciones de los organismos. Las religiones se ocupan del significado y del propósito del mundo y de la vida humana, de la relación de las personas con su creador y entre ellas, de los valores morales que inspiran y gobiernan la vida de la gente. Las contradicciones aparecen solo cuando la ciencia o la fe, o a menudo ambas, traspasan los límites e invaden indebidamente el territorio de la otra.

El ámbito de la ciencia es el mundo de la naturaleza, la realidad observada, directa o indirectamente, por nuestros sentidos. La ciencia propone explicaciones relativas al mundo natural, explicaciones que están sujetas a la posibilidad de corroboración o refutación mediante la observación y el experimento. Fuera de este mundo, la ciencia no tiene autoridad, nada que declarar, ningún derecho a adoptar una posición u otra. La ciencia no tiene nada decisivo que decir respecto a valores, ya sean estos económicos, estéticos o morales; nada que decir acerca del significado de la vida o el propósito de la misma; nada que decir acerca de las creencias religiosas (excepto en el caso de las creencias que trascienden el ámbito propio de la religión y hacen afirmaciones acerca del mundo natural que contradicen el conocimiento científico; dichas afirmaciones no pueden ser ciertas).

La ciencia es metodológicamente materialista o, mejor, metodológicamente naturalista. Yo prefiero la segunda expresión porque “materialismo” a menudo se refiere a la concepción metafísica del mundo, una filosofía que afirma que no existe nada más allá del mundo material, nada más allá de lo que pueden experimentar nuestros sentidos. La cuestión de si la ciencia es inherentemente materialista depende de si nos referimos a los métodos y al campo de acción de la ciencia, que se mantiene dentro del mundo natural, o a las implicaciones metafísicas de la filosofía materialista, según la cual no existe nada más allá del mundo material. La ciencia no implica el materialismo metafísico.

Los científicos y filósofos que afirman que la ciencia excluye la validez de cualquier conocimiento que esté al margen de la ciencia cometen un “error categorial”, es decir, confunden el método y el alcance de la ciencia con sus implicaciones metafísicas. El naturalismo metodológico defiende los límites del conocimiento científico, no su universalidad. La ciencia trasciende las diferencias culturales, políticas y religiosas porque no tiene nada que decir acerca de estos temas (excepto, una vez más, en la medida en que se niega el conocimiento científico). El hecho de que la ciencia no esté constreñida por diferencias culturales o religiosas es una de sus grandes virtudes. La ciencia no trasciende estas diferencias negándolas o adoptando una posición en vez de otra. Trasciende las diferencias culturales, políticas y religiosas porque estas cuestiones no son de su incumbencia (Scott 2009).

La ciencia es una forma de conocimiento, no la única. El conocimiento también deriva de otras fuentes. La experiencia común, la literatura imaginativa, el arte y la historia proporcionan un conocimiento válido acerca del mundo; y lo propio puede decirse de la revelación y de la religión para los creyentes. El sentido del mundo y de la vida humana, así como las cuestiones relativas a la moral o a los valores religiosos, trascienden a la ciencia. Sin embargo, estas materias son importantes para la mayoría de la gente, incluidos los científicos; son al menos tan importantes como el conocimiento científico per se.

Para las personas de fe, la relación idónea entre la ciencia y la religión puede ser mutuamente motivadora e inspiradora. La ciencia puede inspirar a las creencias religiosas y al comportamiento religioso cuando los individuos responden con un temor reverencial a la inmensidad del universo, a la espléndida diversidad y a las maravillosas adaptaciones de los organismos, y a las maravillas del cerebro humano y de la mente humana. La religión fomenta la reverencia por la creación, por la humanidad, así como por el mundo vivo y el medio ambiente. La religión a menudo es, para los científicos y para los demás, una fuerza motivadora y una fuente de inspiración para investigar el maravilloso mundo de la creación y para resolver el rompecabezas con que ella confronta a la humanidad.