El pasado sábado, Paola y yo fuimos a ver Avatar , una película que, dicen, va a cambiar el concepto del séptimo arte. Algo de cierto debe de haber en esta pomposa afirmación, pensé cuando, llegado nuestro turno en la taquilla tras esperar en una interminable cola, nos enteramos de que se habían agotado las entradas. Y es que hacer cola para ver una película supone un cambio significativo en alguien como yo, que entiende el cine no como una excusa para hacer vida social sino para todo lo contrario. Ir al cine en buena compañía es un placer, pero confieso que ese placer es mayor cuando voy solo. No hay nada como no tener nadie al lado con quien compartir tus impresiones.

Pero ser un espectador ermitaño no es fácil: requiere ciertas estrategias. Ante todo, hay que ser raudo y emprender la fuga de improviso, tal como hacen algunos para comprar tabaco en el bar de la esquina. La flexibilidad de mis horarios me permite ir al cine entre semana, a la primera o a la última sesión, que son las menos frecuentadas, y a ser posible para ver una película que no esté de moda, que suelo elegir tras un descarte arbitrario. El objetivo es tan espurio como ambicioso: estar solo en la sala. Si hay suerte --y a veces la hay--, uno logra sustituir el ruido de palomitas y el gorjeo de conversaciones por la comodidad de disponer de todos los asientos libres. Entonces me veo a mí mismo no como un espectador sino como el espectador, y alcanzo el nirvana, como poco.

Espero que el anunciado cambio asociado a la película de James Cameron nos deje un hueco a los espectadores solipsistas y marginales que huimos del mundanal ruido.