THtace años trabajé como portero de discoteca en un pueblo cercano a Ciconia. Mi cometido era cortar los tickets de entrada, y luego, a media jornada, hacer guardia en los baños para evitar que nadie se metiera . Pero, como los clientes iban precisamente a eso, al final me daba por satisfecho si no se metían demasiado . El volumen de la música era infernal, así que yo me ponía tapones en los oídos, creo que porque inconscientemente pensaba que el que no escucha es como el que no ve. Y lo que allí veía era puro vacío existencial torpemente disfrazado de diversión.

Yo había publicado ya mis primeros libros y a espera de que el mundo se rindiera ante mi talento, ay, iba de empleo en empleo --a cual de ellos peor-- sometido a la falta de talento del mundo. Pasaron los meses y llegaron las Navidades, y el jefe me pidió que durante las fiestas trabajara de camarero. Acepté. Puestos a estimular la memoria, recuerdo aquella noche en la que tres jóvenes (dos chicos y una chica) se hicieron dueños de una esquina de la barra, donde extendían a placer rayas kilométricas de polvo blanco. Yo tenía que desdoblarme para poder servir copas y al mismo tiempo enfrentarme al trío hasta que hicieran desaparecer aquellas rayas. ¡Y vaya si desaparecían: la esnifaban por turnos! Así estuvimos --ellos y yo-- toda la noche. Cuando regresé a casa eran las nueve de la mañana. Me sentía vacío, deprimido. Necesitaba dormir. Pero una vez en la cama aquellas malditas rayas no se iban de mi mente. Y entonces, de repente, me eché a reír mientras me decía: "Tienes que escribir esto, Fran. Tienes que escribirlo".