Cáceres es feliz y mira para otro lado, pero ellas están ahí. A veces, alguna mujer se llena de coraje y cuenta su caso. Lo hizo esta semana Katy Jacqueline Flores. Es boliviana, es inmigrante, no tiene papeles. Llegó a Cáceres sin sus tres hijos y ha vivido una pesadilla de humillaciones. A pesar de jugarse la expulsión, ha sacado fuerzas de la flaqueza y ha contado a EL PERIODICO EXTREMADURA su odisea extremeña, que se resume en una frase: "Vine a Cáceres a trabajar, no a sufrir".

El caso de Katy no es aislado. El paseo de Cánovas al atardecer es un libro de historias personales de desarraigo e ilusión. A partir de las ocho, los bancos centrales del paseo se llenan de mujeres que se cuentan el día y evocan el ayer, la patria y la familia. Se agrupan por países: en este banco, magrebíes; en aquel, ecuatorianas; más allá, las peruanas, las rumanas, las ucranianas...

Viven en Cáceres por las zonas de Aldea Moret y de Llopis Ivorra o en pisos baratos y sin reformar alquilados en la zona de Santiago y en los aledaños de la parte antigua. Trabajan paseando impedidos, atendiendo a señoras mayores o haciendo labores en los hogares cacereños. A muchas les da miedo salir a la calle porque según la Asociación Cacereña de Inmigrantes, ocho de cada diez carecen de papeles.

LOCUTORIO CLANDESTINO Además de sus paseos vespertinos por Cánovas, hay otros dos lugares de Cáceres donde estas inmigrantes se concentran: el locutorio de Susana, en la avenida de Alemania, y la cola de los jueves ante las Trinitarias para recoger ropa usada. En Cáceres llegó a haber hasta ocho locutorios cuando los teléfonos móviles aún no se habían universalizado. También los había clandestinos como uno descubierto hace unas semanas al hacer obras en un antiguo local de Gran Vía.

Desde que los universitarios usan móvil, los locutorios telefónicos han ido desapareciendo y ya sólo funciona a pleno rendimiento el de la avenida de Alemania, que vive fundamentalmente de los inmigrantes. Llaman desde los locutorios más barato que desde un teléfono habitual y, además, pueden enviar dinero a sus familias a través de la empresa Mony Gram . Los locutorios facturan a través de empresas intermediarias que compran minutos a Telefónica. Así, Elenita puede llamar a Colombia ahorrándose 38 céntimos en cada minuto.

En el locutorio de la avenida de Alemania se pueden escuchar las conversaciones de Elenita y de otras madres hispanas y el alma se cae a los pies. "Hija mía, yo no puedo ir ni tú puedes venir... No te vayas, sigue hablando, dime algo, cuéntame cosas, me acuerdo de ti a cada instante"... Después rompen a llorar y ya no pueden seguir.

No hay un censo real de inmigrantes sin papeles cacereños, pero por las llamadas telefónicas, predominan los colombianos, argentinos, marroquíes, checos, bielorrusos, rumanos y ucranianos. Muchas mujeres acuden a llamar cada día: el rato de tertulia en los bancos de Cánovas y la llamada a la familia son sus inyecciones cotidianas de optimismo. Otro rito que no suele faltar es la visita semanal a las Trinitarias.

Cada jueves, minutos antes de las cinco de la tarde, la calle Adarve del Cristo es un crisol de razas y nacionalidades. Decenas de personas se aglomeran a la espera de que se abra la puerta del patio de las monjas. Es curioso el silencio que reina en la calle a pesar de que el grupo de personas es considerable. Es un silencio espeso, cargado de extrañas sensaciones de humillación y necesidad: son hombres y mujeres en busca de zapatos, de jerseis, de abrigos en invierno y camisetas en verano.

Hay marroquíes embozadas y rusas muy bellas de labios perfilados y maneras elegantes. Hay también gitanillas, cacereñas de siempre y algún mendigo honorable. Cuando se abren las puertas, las monjitas reciben con extrema amabilidad y los inmigrantes entran en tropel, buscando ser los primeros para escoger las mejores prendas.

Las monjas disponen las donaciones por secciones: primero, el calzado y los bolsos; después, camisetas, camisas, polos y ropa menuda; a continuación, americanas y prendas de más fuste; finalmente, la lencería, los complementos, los juguetes, los regalos, los detalles... Al cabo de media hora, los inmigrantes van saliendo de las trinitarias con su pequeño tesoro. Llevan sus bolsas de ropa usada con dignidad, sonríen y hacen acopio de coraje para encarar sus historias personales de desarraigo e ilusión mientras Cáceres, feliz, mira para otro lado.