THtemos enviado al espacio un telescopio con la intención de que busque planetas habitados. Es un proyecto en el que interviene España, pero que lidera Francia, como los mundiales de fútbol. Se llama COROT y estará por esos mundos de Dios dos años y medio, durante los cuales se calcula que estudie unas ciento veinte mil estrellas. Si se piensa bien, tampoco son números como para tirar cohetes, ya que partimos hacia el infinito. Lo más probable es que vuelva a casa cualquier Navidad de estas con el radar entre las piernas, las antenas lacias y los espejos de los prismáticos turbios de tanto asomarse a la nada. Pero qué pasaría si regresa con una sorpresa en el disco duro. Qué si encuentra un mundo habitado por seres inteligentes. Sólo cabe esperar que no lo sean demasiado. Y, sobre todo, que no tengan petróleo. Ambas cosas serían nefastas. Si hay petróleo, conoceremos la guerra de las galaxias. Si hay inteligencia, conoceremos lo que es pasar vergüenza. Porque no me diga usted que no sería un trago amargo tener que explicarles cómo salimos de excursión por el universo dejando en casa a las tres cuartas partes de nuestros contemporáneos sin consuelo y sin amparo, como en el villancico. Un millón de años ha gastado Naturaleza en sacarle punta a nuestra inteligencia y aún no hemos conseguido domeñar el miedo a la muerte ni detener el hambre ni enhebrar un idioma común con el que entendernos. Un millón de años lleva Naturaleza enredando en nuestras neuronas, erre que erre, para que lo más visto de la Navidad sea el programa de Raphael y el discurso del rey. Menuda chapuza de inteligencia. Para que luego digan que la Naturaleza es sabia.