THtubo una época en la que la palabra corrupción iba ligada a Miami. Todo era culpa de unos policías con una estética peculiar que se salían por la tele. Poco después llegarían los tiempos de Filesa , de Roldán y de Naseiro . Unos casos eran presentados como muy graves, porque la corrupción era para beneficio individual, y otros se consideraban más benévolos porque tenían como finalidad financiar a los partidos. Parecía que habíamos aprendido de aquella época y se habían creado los mecanismos para evitar casos semejantes, pero en una especie de eterno retorno o de día de la marmota, todo vuelve. Era poco menos que imposible que en una década de crecimiento económico desmesurado, con superávit por todos los lados y pelotazos urbanísticos, inmobiliarios y tecnológicos, no surgiera una legión de pillos dispuestos a llevárselo crudo. Pero no nos engañemos: no es que tengamos unos cuántos políticos corruptos en una sociedad impoluta. Todos estos casos, los actuales y los de antes, no son otra cosa que el reflejo de una sociedad menos inocente de lo que parece, en la que no se ve con malos ojos tener una influencia para que te atienda antes el especialista médico, donde todavía es más útil tener un buen padrino antes que una buena formación y donde no se siente pudor alguno en reconocer las pequeñas corruptelas que se encuentran al alcance de la mano. De todas estas historias que hoy se desvelan en Madrid y Valencia tal vez consigamos otro antídoto temporal, pero la vacuna definitiva hay que empezar a inocularla no sólo desde los juzgados y comisiones parlamentarias sino en las familias y en las escuelas.