En el mismo centro de Madrid he tropezado con un hombre que, arrodillado, pedía limosnas. En realidad, como si hubiéramos vuelto al tiempo de los Austrias, Madrid es un zoco de pedigüeños, rateros y busconas. Pero algo había en este hombre que te empujaba a replantearte ciertas cosas. Mostraba sobre su cabeza una cicatriz tan brutal, tan reciente, tan en carne viva, que el mismo Lazarillo habría tenido que torcer la mirada para que el alma no se le viniese al suelo. Más que un costurón parecía una diadema. Y por esa diadema de carne entreví un tumor que nos afecta a todos: alguien se ha tomado la molestia de sanar a este hombre, le ingresamos en un hospital, le hemos abierto el cráneo, le hemos atendido durante meses, seguramente a costa del Estado, y cuando se recupera, le dejamos en la puñetera calle, abandonado a su suerte, sin que a nadie le importe si le mata el hambre o la tristeza. Era como para detener al mundo y preguntarnos qué nos está pasando. Pero el mundo estaba en otra cosa. Unas calles más abajo, miles de personas se manifestaban en contra de la ley del aborto. Qué ironía. Tanta gente a la que inquieta la suerte de un embrión pero que pasaba sin inmutarse sobre la diadema de infortunio de este hombre hecho y maltrecho. No está en mis planes afiliarme al club de los que pregonan el apocalipsis cada fin de semana, pero me resulta curioso el modo hipócrita en que nos hemos acostumbrado a enzarzarnos en lo superficial y olvidarnos de lo que importa. Dejé a ese hombre a mis espaldas, acaso para siempre. Pero ahora veo costurones por todas partes. Sobre el problema de la enseñanza, de la vivienda, del empleo. Costurones y remiendos con los que cegar heridas y, luego, a la calle, a lo que la suerte quiera.