Guglielmo Marconi trabajó durante mucho tiempo en un aparato que, según él, le permitiría recibir y grabar voces y sonidos del pasado. Su mayor ilusión era grabar las últimas palabras que pronunció Cristo en la cruz. No lo consiguió. Lo de Cristo me refiero, porque el tipo sí que fue capaz de poner en marcha un sistema de telegrafía sin hilos y contribuir a la creación de la radio. Ahora, mucho tiempo después, las cruces están desapareciendo hasta de los colegios, pero la radio sigue viva y haciendo posible en parte el sueño de Marconi: dejar constancia, para un futuro, de todo lo que pasa. Yo no sé qué constancia dejarán los archivos sonoros de las radios dentro de unos años sobre eso que algunos llaman cristofobia. Sólo sé que cada vez que se toca el tema de la religión sucede como con ese invento revolucionario que pretendía Marconi, que aparecen voces del pasado que habían estado perdidas o agazapadas esperando su turno. Somos un país de tocapelotas. Nos gusta. Y cada vez que queremos tocarnos los cojones entre unos y otros acudimos a la cosa religiosa, o mejor, la cosa religiosa acude a todo lo demás. Y funciona. Se nos inflan las bolas de manera escandalosa. A unos más que a otros. Porque la Iglesia lleva en sus genes la necesidad de imponerse en los asuntos de Estado, lo ha hecho siempre, y claro, una pequeña retirada de crucifijos supone una gran pérdida de poder. Pero poder terrenal, que al fin y al cabo es el que interesa, tanto a los que quitan crucifijos como a los que quieren imponer sus creencias. Y ahí está el lío. Lo mismo, en lo que debía haber trabajado Marconi era en un invento que pudiera borrar algunas voces del pasado, que son las que nos obligan a todos a cargar con la cruz.