En la sala hay seis caballeros y una embarazada. Los caballeros miran hacia todos lados menos hacia donde hay otro caballero y la dama observa el suelo. Los caballeros portan una bolsa de plástico arrugada donde, por como la asen, parecen guardar un tesorito.

Hace poco que amaneció y una luz difusa y dorada combate con el blanco aséptico del fluorescente. En una mesa se apilan varias revistas manoseadas. De la pared cuelgan orlas de fotos sepia y diplomas de letras rimbombantes. Huele a colonias recientes, a dentífricos mentolados, a lociones cutáneas. Hay silencio... Un silencio extraño que sólo rompen los cracs cracs de las bolsas de plástico al arrugarse. Súbitamente, una voz femenina rasga la tensión callada. "Señores, pueden entregarme su orina". Y los señores, todos a una, se levantan y educadamente van entregando su tesorito.

EN LA SALA DE ESPERA Estamos en la sala de espera de un laboratorio de análisis extremeño. Es otoño y es muy temprano. El historial clínico de la señora es fácilmente imaginable: está embarazada y punto. La cartilla sanitaria de los seis caballeros es un batiburrillo de niveles, aprensiones y achaques varios donde se mezcla la próstata traidora con el colesterol galopante, el azúcar indomeñable con los triglicéridos desbocados, el ácido úrico con la hipocondria y la creatinina loca con la fosfatasa tonta.

Por un extraño capricho, la naturaleza se vuelve caprichosa en otoño. Si las hemorroides son tu flanco flojo, no te preocupes porque por allí se colará septiembre. Si te acecha la úlcera, ése será tu achaque otoñal. Si las astas acosan tu paladar, en él se concitarán todos los escozores y si no tienes ninguna flaqueza localizada, no te sientas discriminado: serás preso de la astenia, la flojera, la languidez y el quebranto.

Las señoras, siempre irreductibles o, cuando menos, sin demasiado tiempo para entregarse a la neurastenia y la sugestión, resisten el otoño con unas pastillas de Sofoc , si están en la edad de la calor súbita, o un par de analgilasas si arrecia el arrechucho. Pero el hombre no. El caballero extremeño, en llegando el otoño, se descompone, siente que se le escapa la salud y acude raudo al médico de cabecera con un ruego apremiante: "Doctor, tengo que hacerme unos análisis".

Y ahí están los seis caballeros entregando su bote con orina, arremangándose el brazo derecho, apoyándolo mientras la enfermera les palpa la vena, mirando para otro lado no vaya a ser que la visión de la propia sangre los desvanezca, contrayendo todos los músculos del cuello en un esfuerzo sobrehumano de concentración para no quejarse ni desmerecer las esencias legionarias de la raza.

Y ya está. Se acabó. A esperar. "Vuelva usted mañana", propone la enfermera y el analizado se sumerge en un pozo sin fondo ni resuello de 24 horas de intranquilidad y negros augurios. Porque cualquier caballero con experiencia analítica, ya sea propia, ya sea de oídas, sabe perfectamente que uno no tiene nada hasta que se analiza, pero que si su sangre y su orina pasan a unos tubitos de ensayo, la suerte está echada y no hay escapatoria: el analista descubrirá que ya ha comenzado la cuesta abajo de tu decrepitud.

Aunque antes de que las negras señales de la tragedia se enseñoreen de tu entendimiento y absorban tus pensamientos de las próximas 24 horas, te queda un rito indeclinable, una hora feliz, un momento de placer ansiado: el desayuno opíparo en un café del centro.

Los últimos días antes del análisis han sido un calvario de abstinencias y renuncios: nada de grasa, nada de azúcar, nada de alcohol... Como si se fuera a batir el récord del mundo de colesterol LDL, o sea, el malo , el analizado se somete durante los días anteriores al supremo trance de la extracción y la deposición a un régimen durísimo de pescado cocido, carnes a la plancha y ensaladas sencillas para intentar maquillar su bioquímica en sangre, su hematología y su orina...

Y claro, nada más salir del laboratorio se desquita. Como si acabara de respetar el más estricto de los ramadanes, se pega un desayuno desproporcionado a base de churros gordos, migas extremeñas, tostadas con aceite y cruasanes a la plancha con zumos de naranja y un par de cafés del que se cree merecedor después de tantas renuncias y privaciones. Lo que sigue después es aguardar, acudir al laboratorio al día siguiente, cruzar los dedos, tocar madera y abrir el sobre de los resultados rezando para que no haya asteriscos porque cada estrellita significará bajar un peldaño más hacia los abismos de la edad provecta y la caducidad.