THtace unos siete años empezaron a telefonearme, casi todos los días, a las cuatro y diez de la tarde. Eran voces melodiosas, que me llamaban con mis dos nombres sin saber que no uso nunca el primero, y a quienes tenía que ayudar a pronunciar un apellido complicado. Sé de gente que no soporta estas llamadas, pero yo fui capaz de hacer de ellas una actividad gratificante, que me retrotraía a una vocación perdida por la interpretación. Me gustaba responder al acento colombiano con uno de Buenos Aires o de Méjico, me hacía pasar por mayordomo de mí mismo, por mi propio jardinero o por mi secretario particular. Mataba así el gusanillo de unas tablas teatrales que apenas pisé, pero la estrategia acababa por ser engorrosa: entre la oferta de una tarifa nueva y el regalo de una moderna batería de cocina, yo ya no sabía si era mi mozo de cuadra o el encargado de mantenimiento del rancho. Hace unos tres años cambié de estrategia y me centré en un solo papel. A las cuatro y diez, como en la canción de Aute , respondo con tono ronco y pausado, espero la oferta animosa de un ADSL barato, y acabo alegando que soy mayor y que no entiendo de eso de internet. Mis hijos se ríen cuando pongo esa voz de viejecito, y desde el otro lado del Atlántico me piden disculpas por haberme molestado la siesta, actividad que no practico. Estaba preocupado por el mal ejemplo que daba a mis retoños con estas mentiras piadosas, pero es un problema en vías de solución. El viernes me ofrecieron una red wi-fi intermodal para toda la vivienda y contesté que era mayor, que no entendía de esas cosas. Ya no mentí.