THtace no mucho tiempo, me dedicaba a entrevistar consejeros de la Junta. Viajaba hasta Mérida después de comer, buscaba una calle y la hallaba, por fin, escondida en un laberinto de esquinas. En la puerta de un edificio de pisos con apariencia de baratos, una placa avisaba de que aquello era una consejería. Subía entonces hasta un primer piso o descendía a un sótano misterioso. Me conducían de salita en salita, como si visitara a una parienta enferma y una tía lejana me mostrara su casa, y al final me dejaban en un salón muy doméstico con varias mesas repletas de papeles. Yo ponía cara de extrañeza, alguna jefa de gabinete perspicaz se percataba de mi incredulidad y me aclaraba que, efectivamente, aunque no lo pareciera, aquello era el despacho de la más alta autoridad sanitaria o cultural de la región.

Los ciudadanos de a pie, aunque normalmente no tienen que entrevistar a consejeros, también sufren a veces en sus carnes cierto cutrerío administrativo. Les sucede, por ejemplo, a los ganaderos que se acercan cada madrugada a la oficina veterinaria de Cáceres. Digo madrugada porque han de estar a las 7.30 horas haciendo cola en un bajo oscuro y asfixiante situado por Alfonso IX. Media hora después les dan número y a las nueve los atienden. Normalmente, quien no coge número a las ocho, ese día ya no conseguirá dar de alta sus chotos porque, además de faltar espacio, también falta personal. Los afortunados, mientras tanto, aguardarán en un pasillo siniestro su turno. En fin, la administración no tiene por qué ser lujosa, pero sí cómoda y funcional.