Como la canción, yo creía que las niñas ya no querían ser princesas, y que pasaban mucho de zapatos de cristal y de volver a casa antes de las doce. Que lo de dormir cien años y ser despertadas por un príncipe azul lo dejaban para otro día, y que se reían en las mismas barbas de los siete enanitos. Pero no. Resulta que lo que era de verdad un cuento era lo de la liberación femenina. Que tener hijos, encontrar pareja y mantenerla, formar un hogar y trabajar fuera, estar guapa, y ser iguales que los hombres es más agotador que dormir encima de un guisante o pincharte con una rueca encantada.

Que después del fueron felices y comieron perdices, viene desplumarlas y aprender a cocinarlas, al estilo de tu suegra y al de Ferrán Adriá , para tener a todos contentos. Por eso los cuentos acaban ahí y congelan a las protagonistas saliendo del baile o despidiéndose de la calabaza sin advertir de que a las doce, una vuelve a ser siempre cenicienta, aunque muchas ya lo sospechan si miran a su alrededor. Por eso el único París que les quedará siempre es Paris Hilton , esa especie de Barbie talludita y millonaria que se ha convertido en una inspiración para adolescentes. No trabaja, no tiene cargas familiares y es famosa porque sí. No canta, no baila, no desfila. Pero tampoco cocina, cambia pañales o pone lavadoras. Así de simple.

Así que ahí están las que tendrían que burlarse de las bobas de cuento, aspirando a ninfas sobre la pasarela, muriéndose de hambre para parecer etéreas, alimentándose solo de manzanas envenenadas. Princesas quinceañeras, con un espejito mágico que les recuerda siempre que hay otra más hermosa.