La semana pasada rescaté en esta columna la figura de aquellas suecas que durante el franquismo vinieron a tomar el sol a nuestras costas y acabaron levantando la economía del país y la desconsolada libido de los hombres. La llegada de estas exuberantes mujeres por una parte, y la irrupción en la vida doméstica del coche y la lavadora por otra, se encargaron de darle un toque de modernidad a este oxidado país. Décadas después, cuando se pretende ilustrar la nueva mentalidad del español moderno suele citarse a modo de ejemplo la renovación del concepto del ocio: viajar al extranjero, frecuentar un SPA o echar una partida de paintball son actividades hoy día habituales. Pero lo que más me llama la atención de estos nuevos tiempos es la pasión que suscitan los cursos. Los hay para todos los gustos: cursos de piano, cursos de idiomas, de acupuntura, de cocina, de danza del vientre, de magia, de submarinismo. Cursos de tenis, de bricolaje, de fotografía, de jardinería, de escritura creativa. Cursos de equitación, de montañismo, de submarinismo. Hay, incluso, cursos que enseñan a impartir cursos.

Esto es, creo, lo que distingue por encima de todo al ciudadano de hoy día: el espíritu de aprendizaje. Así que España es, bien mirado, un país nuevo.

Pero si lo miramos mal, hay cosas que no cambian. La corruptela en algunos sectores políticos, por ejemplo. El caso Gürtel o la red de corrupción urbanística Pretoria II nos recuerdan que en algunos temas seguimos donde siempre. Esperemos que durante los próximos años los culpables tengan la oportunidad de hacer exhaustivos cursos de honradez. En la cárcel.