El dedo corazón de Aznar baila en mi mente mientras estructuro la columna que pretendo escribir. No me deja. Creo haberlo arrinconado en algún punto del cerebro, cerebelo o donde sea el lugar en el que se almacenen las perturbaciones que molestan cuando uno intenta hablar consigo mismo, pero no. Vuelve una y otra vez y, al final, me rindo a ese dedo inhiesto, el dedo de Dios en la tierra, digo yo que pensará su poseedor. Nada puede ocurrirle mientras tenga su arma secreta, presta para ser levantada, desafiante, ante cualquiera que ose increparle. Los dedos hablan pero el de Aznar, si lo unimos a su despectiva sonrisa, más que hablar radiografía al personaje.

No oculto que nunca me fue simpático pero siempre di por hecho que era un señor. Hoy ya no doy nada por supuesto. Ese gesto, el dedo del desprecio bien alzado sobre su cabeza, me hace pensar que se queda corto el refrán según el cual, en la mesa y en el juego se nota al caballero. Hay más momentos en los que la educación debe sobreponerse a los internos impulsos, mucho más si viene de alguien que por haber sido presidente del gobierno debe estar ejercitado en el arte de la moderación. El saber estar en público en momentos difíciles también debería formar parte de la máxima popular. Aznar no ha sabido estar a la altura y el gesto nos ha revelado que su educación era solo un barniz. Verán, entiendo lo del hijo de mala madre de Esperanza Aguirre en un momento en que pensaba que nadie la oía (otra cosa es que sus otras palabras revelaran una forma mafiosa de entender la política), solo significaba que es mal hablada en lo privado, pero el gesto de don José María es barriobajero, grosero, ordinario, chulesco y zafio.

Y él levantó su dedo- el dedo de Dios.