La juventud es una etapa de experimentación. Siempre ha sido así y siempre lo será. Se prueba y se miden fuerzas en una fase en que la vida va desvelando sus misterios.

He pensado en ello en ocasiones al reflexionar sobre la iniciación en las drogas o al analizar el complejo asunto del consumo de alcohol.

Es la juventud el momento en que se juega, no solo con lo prohibido, sino también con lo oculto, con todo aquello que, velado por el manto de las buenas formas, se descubre como amplio cauce de caudaloso y subterráneo río. He pensado en ello y vuelvo a pensar en estos días en que he conocido que está aumentando el consumo de prostitución entre los jóvenes. En esta ocasión debo reconocer mi desconcierto. En este punto rechazo mi comprensiva teoría de la experimentación. Cierto que el sexo es el gran descubrimiento, el gran impulso vital que lleva al deseo de desvelar todas sus posibilidades, pero confieso que no alcanzo a comprender el porqué de este aumento del consumo del sexo pagado entre los varones jóvenes, en una época en la que han desaparecido las barreras para su disfrute en libertad; y además de desconcierto siento rechazo hacia los consumidores, adultos o jóvenes. Como no creo que lo desconozcan, pienso que les da igual, y eso me indigna. Saben perfectamente que una gran mayoría de las mujeres a las que utilizan están en ese oficio obligadas, secuestradas, maltratadas. Seguro que los consumidores de prostitución, jóvenes o adultos, han oído hablar de las redes de trata de blancas. Todos hemos visto reportajes en los que se relata la vida que se las fuerza a llevar, y los que buscan sus servicios saben que están engordando la bola de un negocio inhumano e ilícito.

Lo saben pero, por lo que parece, son cada vez más a los que todo esto les da igual.