Se piensa en las cosas y se habla de ellas en la medida en que se necesitan y no se tienen. El hambriento Carpanta llevaba constantemente un pollo asado en la cabeza, dentro de la cabeza, y el célibe a la fuerza se obsesiona hasta ver en las nubes formas lúbricas que se construyen, en realidad, con el vapor de su propia calentura. Pues bien; desde hace un par de años sólo hablamos, y se nos habla, de dinero. Todas esas palabras que nos ha traído la crisis, crédito, burbuja, déficit, morosidad, ajuste, recortes, componen desde entonces el 90%de nuestro vocabulario cotidiano, que ya era algo pobre de suyo antes de eso, y puede que si seguimos así, acabemos olvidando las palabras que nombran la vida. Quienes, aun siendo más pobres que las ratas, nos educamos en la idea de que hablar de dinero era una cosa desagradable y fea, una cosa que, por educación y decoro, convenía eludir en el trato con nuestros semejantes, vivimos horrorizados ésta deriva dineraria que, por lo demás, no hace sino instalar el miedo, la insolidaridad y la codicia en las conciencias. Cuanta menos pasta tenemos, más nos hablan de ella, y los que la tienen, se la apalancan y fingen andar a dos velas. Nada parece importar ya fuera de eso, más allá del dinero, y precisamente en el país donde la gente se pegaba en los bares para pagar las cañas, bien que teatralizando el forcejeo más allá de la convicción, hoy casi todo el mundo se hace el sueco para no aflojar la mosca. Rumbosos como éramos, desde que el dinero es ya todo, hasta esa pequeña alegría donde se cifraba la longanimidad del humilde se ha muerto de tanto oír hablar del dinero.

Los que, positivos y optimistas, suponían que la crisis serviría para repensar mejor la existencia, se han equivocado. Somos igual de pobres, en realidad, que antes, pero ahora nos lo restriegan todo el rato.