Cuando apareció por primera vez en la escalinata de San Pedro, en octubre de 1978, sus primeras palabras fueron "Non abbiate paura" (No tengáis miedo), expresión de un reto y lema de un pontificado que se auguraba largo y conflictivo dadas la firmeza y la juventud del primer Papa polaco (58 años), llegado desde el frío y buen conocedor de la declinante utopía del comunismo ateo.

Al apelar a la movilización de los fieles, Juan Pablo II parecía dispuesto a batallar con energía y sin complejos en un mundo regido por el equilibrio del terror, las fronteras intangibles y el fatalismo de los bloques.

MUTACION COPERNICANA Resulta obvio que realizó una mutación copernicana en la añeja diplomacia vaticana que concebía a la Iglesia como una potencia entre las potencias, defensora de sus intereses mediante la negociación interestatal, la discreción y los acuerdos jurídicamente vinculantes. La misma apertura al Este de su predecesor Pablo VI no fue sino un aggiornamento. Baste recordar que Agostino Casaroli, el taimado ejecutor de la Ostpolitik, fue un entusiasta paladín y firmante de los acuerdos de Helsinki (1975) que consagraron el sistema de Yalta y pretendieron congelar la situación geopolítica en Europa.

El papa Wojtyla tenía una cosmovisión radicalmente distinta, opuesta al statu quo, que subrayaba la importancia crucial de la cultura y los factores espirituales en la evolución histórica. Recusaba las fronteras instauradas y mantenidas por la presión burocrática y militar, bajo el cínico paraguas de la ideología comunista, y defendía con firmeza "la unidad espiritual de Europa".

Ante todo, se empeñaba en dar testimonio de la verdad sobre la dignidad inalienable de la persona, de manera que la defensa de los derechos humanos se convirtió en el epicentro de su acción pastoral, como anticipó en su discurso programa ante la Asamblea de la ONU (2 de octubre de 1979).

´VIRUS POLACO´ En la primera visita a su país natal (junio de 1979) abatió a las barreras del miedo y sentó las bases del nacimiento de Solidaridad, del virus polaco que socavó los cimientos que se creían inamovibles del esclerótico socialismo real. Según reconoció Gorbachov, "todo lo ocurrido en Europa del este hubiera sido imposible sin la presencia del Papa". El pánico de las oligarquías comunistas llegó a su paroxismo criminal con el atentado de Alí Agca en la plaza de San Pedro (13 de mayo de 1981), pero no logró detener la cruzada. La blasfemia en el santuario, lejos de amedrentar al Pontífice, confirmó la debilidad de sus instigadores. Ningún Papa hizo tanto por mejorar las relaciones con el judaísmo, pero en el terreno diplomático mantuvo una equidistancia insobornable entre el reconocimiento de Israel y la defensa de la causa del pueblo palestino, manteniendo su negativa a reconocer la conquista de territorios por las armas y su desiderátum de un estatuto internacional para la ciudad vieja de Jerusalén.

En los Balcanes se sucedieron uno de sus errores y su penúltimo calvario. El desliz consistió en precipitar y reconocer la secesión de Eslovenia y Croacia (1991), inducida por su ministro de Exteriores, el cardenal francés Jean-Louis Tauran, y el lobi croata, aunque tardó poco en rectificar y lanzar una nueva cruzada contra "los nacionalismos exacerbados". Por eso cuando llegaron las guerras de Bosnia y Kosovo, el Vaticano olvidó la vieja frontera de Bizancio y estuvo más cerca de la censura que de la aprobación. La voluntad de no dinamitar los puentes con la Iglesia ortodoxa y de no infligir un nuevo agravio a Rusia pesaron sin duda en la neutralidad del Papa eslavo.