Aquiles degolló a doce jóvenes troyanos ante la tumba de Patroclo para calmar la sed de sangre de sus dioses. Por los suelos de los templos de Roma corría la sangre como de una fontana de la que los dioses nunca se cansaban de beber. En América, en Asia, en Africa, en cada metrópoli y en cada aldea, los dioses se han alimentado siempre de sangre y de miedo ajenos. Aún en nuestra misa del siglo XXI se celebra una alegoría por la que comemos y bebemos el cuerpo y la sangre de un Dios. Y no es, por cierto, la peor manera de verlo, porque a Dios o te lo comes o te come. Este mismo puente se van a sacrificar en España unos 385.000 corderos en memoria de aquél que mató Abraham en lugar de a su propio hijo como le había pedido Yavhé para probarle. El origen de toda religión es el miedo a morir, el horror a que la Tierra beba nuestra sangre, y por eso le ofrecemos la sangre ajena, para que se vaya entreteniendo.

Si en algo Europa es digna de elogio no es precisamente por la libertad de culto sino por ser pionera en alejar las cosas de la religión de las cosas del vivir, y sus buenos ríos de sangre ha costado. Para ser exactos: ha costado Dios y ayuda, pero ya están los dioses, como todo material inflamable, solo en manos de profesionales. Por eso ahora, cuando en Suiza niegan el permiso de obras a los constructores de mezquitas, yo no lo tomo como una merma de libertades sino como una consecuencia lógica del progreso. Nada de mezquitas ni catedrales ni ermitas ni conventos. Para rezar, cada uno a su casa y Dios en la de todos. Ya Ray Bradbury , cuando imaginó sus Crónicas Marcianas , tuvo claro que el día en que a Marte llegaran los banqueros y los fundadores de religiones, se acabó el futuro. Chuparían al planeta hasta la última gota de sangre.