Conserva aún el genio endiablado que le hizo famoso en los años en que había tarima en las aulas y los profesores se llamaban de usted. Le recuerdo encendiéndose un cigarro con la colilla del otro (cuando se podía fumar en clase) y explicando un año más el parangón entre Calderón y Lope o la sintaxis con una ironía que ya me hubiera gustado heredar. Cuando se jubiló, el mundo se le vino encima, tal vez porque en su vida no había hecho otra cosa que trabajar y desconocía el tiempo libre. Desde entonces, amenazaba con que cada Navidad iba a ser la última, y con que cerraría el ojo el día menos pensado. Cada celebración fue tomando aire de despedida. De eso han pasado ya casi veinte años, algún infarto, neumonías, sustos que tienen siempre el sabor de la madrugada. Ley de vida, que dicen algunos que preguntan por preguntar, sin que les importe un carajo la respuesta. Ya ha vivido bastante, dicen, como si la vida fuera una medida exacta que se colma cualquier día. Dan ganas de contestar, pero él me enseñó que se debe contar hasta diez antes de enfadarse, cosa que ni él ni yo hemos cumplido nunca. También me enseñó que ejerzo la profesión más digna del mundo, que llorar no sirve de nada y que si uno se pierde, debe llamar a un guardia. Me inculcó el respeto por lo que hago, la pasión por Delibes , el café negro y el tabaco. Así que ahora, cuando le veo sufrir en la clínica, creo que es justo que corresponda con una columna. Toda la vida peleando para no parecerme a él y acabo haciendo lo mismo. Eso sí que es ley de vida y lo demás son cuentos. Póngase bueno, don Alfonso , que aún hay que discutir mucho.