Tengo por norma escribir mis textamentos nunca después del sábado; de ahí que si no he podido escribir el artículo antes de ese día, el viernes me acuesto con la pesadumbre de estar a punto de incumplir los plazos de redacción que yo mismo me he impuesto. Y entonces no falla: me despierto a las cuatro de la madrugada --siempre a esa hora-- espoleado por una idea que llevar al papel. Obediente a la voz de la conciencia, me levanto y acudo al ordenador para escribir el artículo de turno. Media hora después regreso a la cama, satisfecho como Alexander Fleming tras descubrir la penicilina.

Cada maestrillo tiene su librillo. Cela decía que dedicaba ocho horas diarias a escribir para que la inspiración le pillara trabajando. En mi caso, las musas prefieren coquetear conmigo mientras estoy atrincherado bajo las sábanas.

Despertarme a deshora no me resulta nada nuevo. De niño, cuando no conseguía conciliar el sueño, acudía a la cocina para preparar unas natillas como a mí me gustan: bien espesas. Mi madre, que siempre ha tenido el sueño ligero, se levantaba entre airada y sorprendida para preguntarme qué demonios hacía en la cocina a esas horas, moviendo febrilmente con una cuchara de palo el contenido de un cazo calentándose al fuego.

Comprobará el lector que sigo donde siempre he estado: habitando los oscuros y solitarios meandros de la duermevela, con la única diferencia de que he cambiado las dulces natillas de antaño por agrios textamentos. Ahora más que nunca entiendo el aforismo de ese gran satírico que fue Ennio Flaiano : "No me preguntéis adónde vamos a ir a parar, porque ya estamos allí".