TMte gusta pensar cómo sería un posible encuentro con alguien de otro planeta. Imagínelo. Va usted por el bosque, como Caperucita, cuando de pronto se le aparece un extraterrestre. Imagine también que el tal extraterrestre no es un tragón como el lobo sino un tipo con buenas intenciones que le confiesa llevar algún tiempo estudiando nuestras costumbres, pero que sigue sin cogernos el tranquillo y le pide a usted que le aclare algunas dudas. Por ejemplo, a qué se debe que durante once meses y medio apenas haya quien pise una iglesia salvo en bodas, bautizos y comuniones y de pronto, cuando llega la Semana Santa, como una alergia o un sarpullido, el gentío se contamina de un fervor inexplicable y se arrebola ante una estatua engalanada de plata y oro, custodiada, para más INRI, por dos hileras de gente disfrazada del Ku Kux Klan. A ver cómo le explica usted que a hombres que muy bien podrían aparecer de extras en la película de El Padrino se les caigan lágrimas como castañas al escuchar una saeta más repetida que un capítulo de los Simpson . El pobre E.T. podría llegar a la conclusión de que en este planeta el fervor religioso florece a fecha fija, como las cosechas. O podría llegar también a otra muy distinta, como que en realidad aquí nadie cree en nada, que todo es puro circo, pura costumbre, y que las costumbres son el yugo con el que las generaciones pasadas atan a las venideras. Siempre he pensado que ese trago no seré yo quien lo beba, que nunca se me aparecerá la Virgen ni veré a un extraterrestre ni me tocará la bonoloto. Mejor. Después de todo, no tendría respuestas para E.T, ni crédito para la Virgen ni paciencia para los directores de banco.