TAtprendí a aborrecer el fútbol en los autobuses de línea. Los domingos por la tarde tenían el perfume de las despedidas y el sonido de una radio a todo volumen cantando goles sin pausa. El puerto de Miravete era una ascensión a los infiernos en mitad de la niebla, apenas se veía el arcén por las ventanillas, pero tampoco se veía al viajero de al lado entre el humo de los cigarrillos fumados al compás de la voz prodigiosa de ese locutor que parecía no cansarse nunca. Entonces se podía fumar en los autobuses, y el aire se convertía en una curiosa mezcla de sudor, nicotina y goles. Se podía hasta comer, y entre las curvas que debían cogerse en segunda y las bolsas de plástico para el mareo, había que tener cuidado para que no te cayeran migas del bocadillo de al lado o incluso mejillones en aceite.

Luego abrieron los túneles, se prohibió fumar y ya nada fue lo mismo, pero la radio siguió atronando nuestros viajes como castigo por las ausencias que dejábamos atrás. En esa época llegué a aprenderme alineaciones enteras, y me empapé de esa retórica absurda del esférico, el cancerbero y otras supuestas originalidades, todo voceado por esa garganta que alargaba las sílabas hasta límites insospechados contra los que no podían nada los ridículos auriculares de entonces.

Los domingos sabían a mejillones y despedidas, con esa tristeza pegajosa que solo conocen los ausentes. Crecí al ritmo de partidos interminables entre curvas imposibles, acunada por el vaivén de autobuses demasiado llenos para un corazón vacío. Y siempre perdía España.

Aborrezco el fútbol, pero aún creo en los sueños. Algún día ganarán. A por ellos, oé.