TVtenían en coches enormes, casi siempre alquilados, aunque se cuidaban mucho de decirlo. Aparcaban delante de la puerta de su antigua casa, aplastando los geranios y ocupando el lugar de las sillas de anea, pero nadie protestaba. Traían mujeres rubias, que encendían un cigarro nada más llegar, tal vez para marcar distancias, e hijos de piel blanca, que miraban el mundo con los mismos ojos espantados de sus madres. Se llamaban Marie, Agnes o Hans , y hablaban un idioma extraño que sonaba a insulto. Tú no compras pan, les decíamos, para burlarnos de su ne comprends pas constante. Sus madres tenían también nombres musicales, y tampoco comprendían nada ni querían sentarse a tomar el fresco con las suegras, solo leían o bajaban al río seguidas de un tropel de muchachos en celo. Los padres eran del pueblo, bajitos, morenos, achaparrados, por más aires de grandeza que se dieran. Al principio, hablaban en otro idioma, a voces, para que todos supieran el lenguaje del triunfo. Y presumían de la Renault, y de la fábrica y se reían de la huerta y lo atrasados que estábamos. Luego, una tarde cualquiera, en el río, se les escapaba un Jean Pierre , como te tires asín, vas a jocicar , que les reconciliaba con el pueblo entero. Y así hasta las fiestas de septiembre. Años después, la memoria colectiva ha borrado todo. Tal vez para permitirnos despreciar a los que llegan de fuera, olvidando que el padre de Jean Pierre, como otros muchos, alquilaba un coche todos los veranos para hacernos creer que había triunfado en el extranjero. Y que no debe de existir un dolor mayor que dejar todo lo que quieres para volver con las manos vacías.