TAtl igual que muchos de mis compañeros, yo también suspiré durante un tiempo por esas beldades cuyas curvas de lavanda conducen unas veces a la desesperación y otras a la locura. Podríamos haber sido más pragmáticos y centrar nuestras ambiciones en mujeres de carne y hueso, pero ¿para qué malgastar sueños y libido cuando cada noche podíamos llevarnos a la cama a la más hermosa de las frustraciones? Ser jóvenes en la tristeza era nuestra razón de ser. Resultaba tan sugestivo imaginar una mujer de seda en cuyos guantes de fantasía dejar descansar el acné juvenil y la efervescencia de la virilidad... Ay, qué maravilla no ser correspondido. Yo al menos recuerdo con agrado aquellas gélidas noches en las que el único cuerpo femenino al que abrazarme en los accesos de pasión era una bolsa de agua caliente. Uno podía echarse a la calle con la cabeza bien alta al saber que nadie podía robarnos el triunfo en la búsqueda del fracaso y que la existencia consistía en habitar las trincheras del amor a buen resguardo de los bombardeos irrefrenables del corazón y del orgasmo.

Eramos jóvenes y decadentes y éramos fogosos, ya lo he dicho, y vivíamos en los márgenes del deseo, que es lo más aproximado a vivir en el paraíso, que a su vez es lo más parecido a vivir en el infierno.

Pero pasó la juventud y con ella las ensoñaciones. Con la madurez saltamos del barco del sensualismo para naufragar en las aguas de la fea realidad. Ahora frecuentamos al cardiólogo para averiguar si lo que tenemos encerrado en el corazón es el reflejo añejo de una beldad desnuda o más bien los primeros síntomas de un infarto de miocardio.