TNtavegaba por las costas de Perú y de Chile, protegiendo a las poblaciones costeras de los piratas holandeses, y alcancé el estrecho en medio de un mar embravecido y una tormenta empujó nuestros barcos hacia el sur y alcanzamos a ver los hielos antárticos. Una música de tonos épicos me impulsaba y llevaba a mis oídos el rugir del viento y hasta podía sentir la humedad de la ropa y el sabor a sal que transportaban las olas al irrumpir furiosas en la cubierta. De pronto, el silencio, apenas unas centésimas de segundo, que me dejaron flotando en el ensueño. Luego, otras voces me obligaron a abrir los ojos.

Había estado navegando, transportada por la magia de la radio al año de gracia de 1603, formando parte de la tripulación de uno de los tres barcos que, mandados por el almirante Gabriel de Castilla , alcanzaron los hielos del sur. Cuando pude salir del trance en que me hallaba pensé en lo maravilloso de este medio de comunicación. Nunca, nada, podrá desbancarlo. Insustituible para la imaginación y el sentimiento, para la recreación a través de las voces que nos penetran, las palabras que nos envuelven y las músicas que nos transportan. No hace falta que se levanten escenarios, ni el estudio de los planos, ni atrezo o vestuario. Solo el sonido, la voz y la música para salir de ti al tiempo que en el interior construyes espacios y pintas paisajes y dibujas las caras de los personajes a los que vistes, adornas y das vida.

Es la radio que me convirtió en navegante, mujer disfrazada de grumete, subiendo a lo más alto para recoger velas ante la fuerza del viento. La radio me ha permitido viajar al lejano sur y ver su superficie helada. Y también, horas más tarde, aún con el regusto de la aventura en el cuerpo, recordar cómo de niña imaginaba ser pirata combatiendo agarrada a las jarcias.